Escritor

Un chivo llegó a la casa no se sabe muy bien por qué y desde entonces se convirtió en el mejor compañero de juegos del niño. Por las mañanas, un cabrero recogía al pequeño animal y se lo llevaba a pastar al campo. Estas cosas ocurrían antes en Extremadura con mucha naturalidad. El niño esperaba cada tarde a que el chivo regresara de su otra vida, húmedo el hocico de hierbas y de impaciencias y se dedicaban a lo que en verdad les importaba a ambos, que era retozar sobre la arena del viejo patio de la casa.

Un día, al llegar del colegio, el niño se encontró al chivo con el cuello atravesado por un cuchillo. A su lado el matarife resoplaba. Una mujer se esmeraba en que la sangre cayera sin obstáculos sobre un lebrillo de zinc. El pequeño chivo aún no había muerto y daba gritos de terror. Para el niño esos berridos eran una llamada de auxilio, pero los adultos se reían de sus lágrimas y no le dejaron acudir al rescate. Sin recursos, corrió a esconderse detrás de un butacón y allí estuvo llorando durante horas, durante días, y siguió llorando incluso mucho tiempo después de que su padre y un puñado de amigos se hubiesen comido en caldereta a su compañero de juegos. El niño tenía nueve años. Aún no había leído a Montaigne, pero ya sabía que hay un punto de igualdad y correspondencia entre nosotros y las bestias. El niño tenía nueve años y no había leído a Marco Aurelio, pero ya sabía que la naturaleza ha moldeado, como con cera, a un caballo y, derritiéndolo, ha empleado su materia para un árbol, luego para un hombre y luego para cualquier otra cosa. El niño sabe desde entonces que para los hombres la amistad de los animales es ponderable en arrobas, sabe que no pueden esperar más compasión que la que nos reporte su utilidad. Por desgracia, la utilidad es la salvaguarda de las especies. Si la sangre de toro no fuese una fiesta circular ornada de pasodobles, los toros se habrían extinguido allá por los tiempos del Cid Campeador.

El niño ha visto que por utilidad los hombres abandonan a sus padres, que abandonan a sus hijos, ¿cómo no esperar que abandonen a los perros inútiles una vez acabada la temporada de caza?; ¿cómo sorprendernos por esos galgos que amanecen ahorcados cualquier día de febrero de la rama de un olivo?; ¿cómo extrañarnos de esos perros deshauciados que te miran desde las orillas de las carreteras con los ojos brillantes de desesperación, como suplicándote que les pases las ruedas por encima? Los perros, con su inocencia, con su forma callada de soportar nuestros desplantes, se han convertido en la metáfora que engloba todos los abandonos.

Hace muchísimo tiempo que el niño ya no tiene nueve años. Y ya ha leído a Oscar Wilde y sabe que todos los hombres matan lo que aman, que es esa la forma mayúscula en que las personas subrayan su poder sobre las cosas y sobre los animales, y sobre los otros hombres: sólo es verdaderamente mío lo que ya no puede ser de nadie más. Por eso intuye que el abandono es la forma más cobarde de ejecutar un asesinato. Al viejo niño le repugna la idea de pertenecer a la misma especie de los que son capaces de abandonar en la calle a su madre enferma de Alzheimer, de los que dejan a sus mayores en un asilo para arañarle al día un rato más en el que mirar la televisión. El viejo niño se ha convertido en un cínico que piensa que cuando una madre muere acuchillada en un asilo, lo que estaba de más en el asilo no era el cuchillo, sino la madre.