Escritor

Cuando bajábamos en el taxi desde el instituto hasta el hotel, Ana María Matute nos comentó a Raúl, el conductor, y a mí que había estado observando durante toda su intervención a un niño, que a ella le parecía muy pequeño, demasiado para ser un alumno de secundaria, que la había estado mirando todo el tiempo, sin perder ripio, y que reía con ganas cuando ella bromeaba y que torcía el gesto y ponía los ojos especialmente tristes cuando lo que contaba hacía alusión a las inclemencias de la vida. Cuando terminó de contarlo, añadió: dirán, ¡cosas de la Matute!, dándonos después a entender que se imaginarían que se lo había inventado o que lo había soñado, que lo que había visto no era un niño sino un ángel caído del cielo, un gnomo que vino a sentarse en el suelo delante de ella.

Nunca supusimos Gonzalo Hidalgo y yo, ni, a buen seguro, los profesores de los institutos placentinos que colaboran con nosotros en el Aula "José Antonio Gabriel y Galán", ni los alumnos de esos centros, protagonistas esenciales de este invento, tener un día en Plasencia a esta inmensa escritora, una de las grandes de la literatura española, por encima de las fronteras y de los géneros (en especial, los sexuales). Y de esa realidad nos dimos cuenta todos en cuanto irrumpió despacio, apoyada en su muleta, en el salón de actos y fue recibida con una espontánea e inusual salva de aplausos a los que ella correspondió sonriendo con dulzura.

La edad tampoco ha perdonado a esta incansable viajera que volvía a Extremadura por segunda vez en quince días a costa de volar desde Barcelona hasta Madrid para proseguir después un pesado viaje por carretera. Nos dijo, apenas llegó, que era su manera de sentirse viva. Sus achaques físicos no se corresponden, por suerte, con los mentales. Asegura, entre risas, que sigue estando tan loca como siempre, algo que desmiente su sentido del humor, su poderosa memoria y su contagiosa pasión por la literatura. Que nació para ser escritora, cuentista y novelista, narradora en suma, es un lugar común que no merece comentarios. Se ve tan a las claras que ni leer sus libros hace falta para darse cuenta.

La Matute pertenece a una raza especial casi extinta. Su frágil fortaleza, su acusado sentido de la independencia, su irreductible insumisión, hacen de ella un ser de otro tiempo, como al cabo lo son sus personajes.

De otro y de éste, porque si algo ha venido caracterizándola es la de ser una adelantada, tanto en la literatura (¡cuántas incomprensiones por eso!) como en la vida; una división, me apresuro a decir, ridícula o insostenible en su caso.

Elegante, coqueta, muy señora, le duele la edad a la Matute, como se denomina a sí misma con no poca guasa, porque cualquier esfuerzo es un mundo y no se acompasan los lentos movimientos del cuerpo con los vertiginosos de su cabeza. Sigue siendo la niña triste y retraída que tartamudeaba, la que sólo era feliz en la penumbra de su cuarto con un libro en las manos. La lectura sigue alimentando sus sueños fabulosos y sigue alentando sus reales fantasías narrativas. Ahora está deseando sentarse en su mesa de trabajo, rodeada de sus amados libros, una copa de su amado Cardhu cerca, y empezar a escribir esa novela que ya tiene inventada y le persigue.

Pocas veces ha tenido uno la ocasión de estar tan cerca de la literatura, en ella personificada.

Pocas, ha escuchado hablar de literatura con la naturalidad y el placer con que lo hace Ana María Matute. Hay que tocarla para creer que de verdad existe. Parece tan mágica como su mundo.