Mi mujer murió hace un mes a causa de un cáncer, y ahora me siento con fuerzas para hablar de su muerte con un mínimo de serenidad. Recientemente, el Gobierno habló de la eutanasia, pero de una manera muy vaga, y eso me dio que pensar. A mi mujer le diagnosticaron el cáncer en octubre del 2007, y en enero del 2008 me comunicaron que le quedaban tres meses de vida, tres meses que se convirtieron en ocho. Al recibir una noticia así, el organismo sufre una fuerte descarga emocional imposible de describir. Las largas horas en el hospital viendo a un ser querido que sabes que va a morir pronto y que te mira constantemente a los ojos buscando una respuesta es de una crudeza sin límites. Después de cuatro meses internada, la enviaron a casa; los médicos consideraron que las cosas serían más gratificantes para ella en el entorno familiar. Vivió cinco meses en los que yo iba viendo cómo se moría, sin que nadie pudiera mitigar tanto sufrimiento. Uno ve cómo su ser querido va dependiendo totalmente de los demás. Ya no habla, tan solo emite suspiros, y el estado anímico se hunde. Los médicos dijeron que era su corazón el que la mantenía viva (solo tenía 64 años), y que esta situación podría durar meses. Entonces les pregunté si ellos podrían debilitar su corazón con algún fármaco para acabar con este sufrimiento. Su respuesta fue que eso no lo prevé la ley. Le argumenté que un médico tanto ha de ayudar a vivir como a morir, pero no hubo forma. Si esta carta sirve para concienciar a los políticos y a los legisladores, yo me sentiré --y mi pobre mujer-- un poco más en paz con mis sentimientos.

J. F. Villagrasa **

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