En estos días este país recupera en la memoria colectiva de muchos la larga lacra que representó el terrorismo de ETA y del Grapo. Demasiados asesinatos, demasiadas víctimas, y un dolor inmenso que quebró en cada instante, de cada acción criminal a las gentes de bien de este país. Recordamos el largo secuestro de Ortega Lara (1996), con más de quinientos días en cautividad en el zulo inmundo, para perpetrar la mayor de las indignidades para con un ser humano. En fechas previas, y este año se han cumplido veintidós del secuestro y desaparición --muerte-- asesinato de Publio Cordón (1995), secuestrado por el Grapo, a pesar de haber correspondido la familia con el pago del rescate. En estos días se está recordando, además, a Miguel Ángel Blanco (1997), y la atrocidad de una causa tan injusta como proporcional a la inocencia de un hombre joven, que fue el efecto de revancha del aparato criminal de la banda terrorista ETA.

Se nos sacude a veces con el olvido, o con la tesis de una especie de justicia redistributiva como si aquellos hechos deleznables pasaran por el tamiz de la caducidad, y esto eximiera a los que cometieron tamaños hechos delictivos y a los que los amparan y justifican. Y no es así, nuestra sociedad no puede ser un ocultarse a través de una esfinge del pasado, no puede permanecer impermeable al dolor, y al recuerdo provocado por ese dolor. Debe ser sacudida por la conciencia de la memoria, como mejor tributo hacia aquellos que fueron víctimas de los verdugos terroristas.

La memoria colectiva de un país no siempre es uniforme, porque la perplejidad que el mal causa no siempre es representada de la misma manera. La afectación no es igual, evidentemente, cuando te quitan de tu lado a un ser querido, con el que has planificado tu vida, o por el que has vivido tu vida, que aquel que es otro conciudadano más. Pero la historia de esa colectividad no tendría razón de ser si no se fuera capaz de memorizar esas tragedias como parte del acervo de todos; y esencialmente, cuando aquello es producto de una intolerable conducta delictiva, que tiene por mayor bien hacer daño y llevarlo a cabo de la forma más cruel posible. Es la salvajada del uso de la violencia para fines destructivos hacia una comunidad, en este caso, hacia nuestro país.

La memoria de estas personas, sus vidas, sus secuestros, sus asesinatos merecen ser recordadas, y merecen ser custodiados bajo el mayor de los respetos. Al mismo tiempo, de mantener la reprobación hacia quienes lo hicieron y los apoyaron, o frivolizan con ello. Tuve la ocasión de hablar con un letrado del Grapo, en la causa de Publio Cordón, y este me llegó a decir, siendo colega de profesión, que la lucha del capitalismo trae consecuencias nefastas a personas que simbolizan ese capitalismo. Tamaña respuesta encierra la barbarie de un planteamiento tan instrumental como aberrante. No se puede describir la vida humana como parte de un sistema de tamiz totalitario, y justificar el sacrificio y el asesinato o el secuestro como parte propiciatoria de no se qué vertiente ideológica, que no aguanta sociedad democrática alguna. Para mí en su respuesta me demostró ser un personaje, con capacidad de delinquir, y que lo haría, llegado el momento. Y esto no tiene nada que ver con planteamientos teóricos algunos, sino con conductas criminales, más pasadas por el raciocinio de la intolerancia y el desprecio a los valores de la vida humana. Estas acciones no representan hechos de significación política alguna, sino la barbarie de una decisión encumbrada por fanáticos, sacudidos por el vil interés del fanatismo y la violencia, que pretende allanar el miedo y extenderlo. Por eso los homenajes a estas personas, y a los miles de asesinados en nuestro país, perpetrados por las bandas terroristas, constituyen el mejor signo de rebeldía ante los que quisieron utilizar el miedo para fanatizar su intolerable compromiso con los valores de la vida humana.