A lo largo de la Historia, se ha demostrado que los españoles tenemos una cierta tendencia a olvidar, con relativa facilidad, el pasado más reciente. Esa inercia amnésica suele conducirnos al tropiezo reiterado con problemas nada novedosos, que, cíclicamente, se sitúan en nuestro camino para hacernos sucumbir ante la evidencia de nuestra fragilidad memorística.

Habrá quien arguya, frente a este apunte, que los españoles también nos equivocamos por tener una memoria demasiado viva para asuntos de un pasado más añejo, y por la frecuencia con que se nos enquistan los viejos odios, por la nefasta costumbre de enfrentarnos con el prójimo, por nuestra errática tozudez, y por las, siempre dañinas, envidias.

Ambas apreciaciones no son incompatibles, porque es cierto que somos muy olvidadizos para algunas cosas, y tremendamente cansinos en el recuerdo de otras.

Pero traigo esta reflexión a colación de la grave crisis económica en la que nos hallábamos inmersos hasta anteayer, y a lo rápido que han desaparecido algunas preocupaciones del imaginario colectivo. Porque es cierto que todavía se alude, frecuentemente, a las dificultades de determinados colectivos y grupos sociales. Pero hay demasiada gente que ya se ha olvidado de la crisis, y de que estuvimos al borde de un abismo que habría conllevado una drástica merma en ese Estado del Bienestar que, afortunadamente, seguimos manteniendo y disfrutando. Porque ya hay muchos españolitos de a pie, y, por supuesto, políticos de todas las taifas, que están todo el día con el, siempre egoísta, «¿qué hay de lo mío?». Y porque ya está todo el mundo reivindicando mejoras para sí, cuando el vecino de al lado aún está pasando las de Caín solo para conseguir cubrir las necesidades básicas de su familia.

Es lícito que cada cual mire por su interés, y que se reivindique todo lo que se considere justo. Pero no deberíamos olvidar de dónde venimos, en qué circunstancias podríamos encontrarnos, y, sobre todo, cómo continúan sufriendo algunos de nuestros compatriotas.