Historiador

Cuando tras las batallas, incluso aquéllas más cruentas y crueles, hacen los enemigos una tregua para que cada uno pueda llorar y enterrar a sus muertos, el hombre muestra una esquirla humana de esperanza debajo de su espada, debajo del fusil, las bayonetas, las trampas desalmadas.

Aprendimos muchos, en el lejano bachiller, en nuestra lucha con las letras, a traducir latín a trompicones, con errores sin cuento; mas siempre brotaba la alegría si lográbamos sacar hacia adelante la rebuscada oración subordinada, y los grandes héroes enseñaban sus lágrimas poniendo laureles en los enterramientos, incluso en la tumba respetada de sus mayores enemigos. Pero a veces, las sepulturas fueron innombrables, se escondieron los cuerpos, se le puso azufre y sal a la memoria. Y no pudimos echarle la palada y el llanto al hurtado sepulcro de nuestros seres más queridos, aquéllos que soñaron un mundo sin hienas acechantes. Ni traducirles una frase del latín o cantarles un himno en castellano.

Por eso, cuando unos compañeros, amigos entrañables, legatarios del maleficio que arrastró nuestras sombras por dos tercios de siglo, deciden invertir los papeles --desenterrar, comiéndose las lágrimas--, se nos ponen de punta los cabellos con la historia al revés y la emoción de que por fin se encajen las piezas laberínticas.

Sí, queridos hijos, nietos de los nuestros: son necesarios los campos de trabajo que nos devuelvan lo que se nos había robado, la asociación que recupera la dignidad y la memoria histórica. Sí, después de la batalla tanto tiempo después, tenemos la tregua que vuelve del revés los tácitos acuerdos: abrir fosas anónimas, con los ojos bien secos, para ver lo que hicieron aquellos caballeros de la cruz y la muerte. Y luego, levantarles a las víctimas de las que somos deudores y herederos el digno monumento del recuerdo y la memoria clara por fin recuperada.