En la madrugada del 16 de octubre de 1936, hace ahora 71 años, Emilio Silva murió asesinado junto a otros trece hombres por una partida de fanáticos falangistas en la localidad de Priaranza del Bierzo. No hubo juicio ni acusación; no tuvieron la posibilidad de despedirse de los suyos; fueron enterrados como perros en una fosa común que sólo pudo ser abierta sesenta y cuatro años después gracias al empeño de su nieto, también llamado Emilio, que desde entonces ha dedicado una buena parte de sus empeños a la tarea de desenterrar a otros muchos abuelos con la ayuda de otros tantos nietos.

La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que Emilo Silva contribuyó a fundar, no ha sido ni la primera ni la única en revindicar la necesidad de hacer justicia ante el olvido de tantos crímenes cometidos por un régimen que consideró enemigo a todo discrepante, pero sí es el paradigma del empeño de muchos ciudadanos que han empujado para que una ley como la que ahora va a ser debatida en el parlamento pudiera ver la luz algún día.

Sorprende comparar la candidez que ha movido a los miembros de esta asociación con las intenciones aviesas que algunos les imputan. Creían que al sacar a los muertos de las cunetas para ofrecerles un entierro digno cumplían con un mínimo ético exigible a cualquier ciudadano y, por supuesto, a cualquier Estado. Pensaban que reivindicar sus nombres y desvincularlos de las falsas acusaciones que los llevaron a la ejecución y que figuran en miles de sentencias emitidas por tribunales ilegales era la reparación básica de su memoria y el resarcimiento mínimo para sus familiares. Incluso, ingenuos, creían que estas víctimas merecían al menos el mismo trato que España reclamaba para las víctimas de Chile, Argentina o los Balcanes.

Pero no. Dicen de ellos que reabren viejas heridas, que resucitan el espíritu fratricida de las dos Españas, que miran al pasado cuando toca afrontar el futuro... En fin, que para qué esto y ahora. Pues, entre otras cosas, para que no sigan enterrados en fosas comunes sin identificar miles de compatriotas mientras quien ordenó o consintió su muerte descansa bajo el altar mayor de una basílica cristiana.