Si en algo coinciden los filósofos, politólogos y economistas que oigo y leo últimamente es que nos aproximamos a un período de enorme incertidumbre y, en gran medida, imprevisible. Aun así muchos predicen, a corto y medio plazo, una crisis estructural mayor que la de 2008 y, algunos, el colapso irreversible del capitalismo (cuando no una catástrofe ecológica o bélica concomitante).

En una obra reciente, Wolfgang Streeck (¿Cómo terminará el capitalismo?) resume las causas que nos empujan a la crisis y a un periodo indeterminado de desorden global que el llama «postcapitalismo infragobernado»: estancamiento de la producción, aumento grotesco de la desigualdad, multiplicación de la deuda, pseudogobierno global por parte de oligarquías económicas, crisis fiscal de las democracias (que, en manos del poder financiero, no podrán proteger ya a los ciudadanos de los vaivenes del mercado), derribo de las instituciones (Estados, sindicatos) que aún defienden al trabajo, los recursos naturales (y al propio dinero) de su mercantilización absoluta, corrupción endémica, anarquía en el ámbito de las relaciones internacionales...

A todo esto se añade -afirman Streeck y otros- la incapacidad del capitalismo para reinventarse con las fórmulas ya sabidas (nuevos nichos de empleo, expansión de mercados, burbujas financieras, inversión pública...) y la ausencia de alternativas políticas solventes. Durante un largo periodo -concluyen- el capitalismo no podrá renacer ni ser reemplazado, y el mundo se sumergirá en una suerte de «edad oscura» en la que el mercado habrá arrasado con toda institución colectiva que pudiese frenar su codicia, dejándolo todo en manos de individuos y estructuras sociales neopaleolíticas (familias, bandas de compinches, expertos a sueldo...) entregados a la improvisación oportunista en defensa de sus intereses.

Imagino este paisaje apocalíptico y se me vienen a la cabeza los alumnos que recibiremos estos días en las aulas. ¿Qué futuro les aguarda? ¿Para qué los estamos educando? En el mundo que les tocará vivir ya no habrá empleos de baja cualificación (todos estarán «deslocalizados» en los suburbios asiáticos), los mejores puestos en empresas o en el Estado estarán reservados para élites (cuyos hijos no se educan en centros públicos), y ni siquiera tendrán trabajo en cargos medios de empresas o administraciones, no solo por el estancamiento económico o el adelgazamiento del sector público, sino por la imparable informatización y robotización de los procesos productivos y de gestión.

Ante esta desesperante situación se empuja a las nuevas generaciones a un sobreesfuerzo formativo que parece a todas luces frustrante, pero que es promovido como paliativo al desempleo y sostenido por la ideología de la «resiliencia», es decir, por todo el sistema de creencias que al «ethos»protestante del trabajo duro y la competencia individual añade los valores de la «psicología positiva». Desde esta perspectiva ideológica nuestros alumnos deben formarse y competir hasta la extenuación, y entregarse luego, sin reservas ni garantía alguna, al mundo absolutamente disruptivo del mercado laboral global. Y deben hacerlo, además (¿cómo soportarlo si no?) con invencible optimismo, interpretando las nuevas condiciones laborales (tan abusivas como puedan ser las ansias de beneficio de un mercado ingobernado) como ocasión para desarrollar y poner a prueba su autonomía e ingenio, y autoculpabilizandose, por ende, de todo posible fracaso.

Todo ello a cambio de un improbable empleo extenuante y mal pagado, la obligación moral (tan a la americana) de «tener un sueño» (cuanto menos realista mejor) por el que luchar sin descanso, y el consumo compulsivo de mercancias de bajo coste -incluyendo entre ellas a las relaciones humanas en red- .

Frente a esta «psicopolítica» (que diría el filósofo Han) de la «resiliencia» cabría aún educar a los jóvenes en una ciudadanía de la resistencia, esto es, y como mínimo, en el pensamiento y la conciencia crítica no solo de lo que muy probablemente se nos avecina, sino, también, de toda la espesa cortina de humo que se genera para ocultarlo. ¿Pero seremos aún capaces?