El asunto por el cual un juzgado de Mérida está investigando la conducta del anterior gerente de la empresa municipal de autobuses, Prudencio González, se está pareciendo a un partido de pin-pon. Ante la juez, González le echa la responsabilidad al exconcejal y anterior presidente del Consejo de Administración de la citada empresa, Manuel Gámez, apuntando que sus presuntas irregularidades, desde el gasto desbocado en móvil, hoteles y comidas al contrato leonino, tenían el ´placet´ de Gámez, mientras éste y la concejal Pilar Vargas, vocal de la empresa en el periodo investigado, aseguran, también en sede judicial, que el gerente les engañó. Incluso que González le metió a Gámez su contrato ´de matute´ entre otros papeles que le pasó a la firma. Todo es posible, porque de todo esto cabe concluir que hay suelto algún pillo. Pero también cabe concluir que los responsables políticos fueron, en el mejor de los casos, mucho menos responsables de lo que los ciudadanos podrían haber esperado de ellos. Porque González no era un manirroto puntual, ni gastó en hoteles solo un fin de semana. De las facturas y de los datos que se conocen se desprende que era una conducta repetida y que el abuso de confianza, de existir, también lo fue. Tampoco se entiende la posición de Vargas: ahora señala que el contrato que se aprobó en el Consejo de Administración no contenía cláusulas tan suculentas para el gerente como una indemnización de más de 200.000 euros. Si esto es así, ¿por qué cuando se supieron los hecho no puso el grito en el cielo, reacción habitual cuando a una persona la engañan tan flagrantemente? ¿Por qué optó, sin embargo, por un silencio calculado, más pendiente de los estragos políticos que de los daños al erario?