Filólogo

Este país estaba anestesiado con la metafísica hortera de las anarrosas y tenía los ojos en blanco-despostillado, propio de la sociedad decadente; se tambaleaba con los achaques domésticos, como el decretazo o el chapapote, pero no se caía. En esto Aznar decidió enderezarlo. Su amigo, el ranchero de Texas, hecho al rodeo y a pisar la cabeza a la res, le echó el lazo y le convenció.

Al muchacho pobre de la pandilla la cabeza le daba vueltas cada vez que le llamaba la Casa Blanca: salía por los pasillos de la Moncloa a contárselo al ordenanza que hacía guardia bajo los luceros: me ha vuelto a llamar, Martínez.

El amigo americano le invitó a café en las Montañas Rocosas y le dejó poner los pies sobre la mesa, mientras le contaba que podía merendarse en un cuarto de hora a cualquier zascandil que tuviera tres trojes de petróleo. Tú puedes ser como yo, le decía, mirándole a los ojos. Y los ojos del muchacho gris, sin el equilibrio de la colación de Silos y la partida de dominó de Quintanilla, se nublaban y se acabó creyendo que de chusquero podía pasar a caudillo, y ese fue el momento de la fractura del yo, y la quiebra de la metafísica.

Cuando regresó el muchacho no sabía justificar la guerra, ni dar respuestas; cambiaba de lado sin cambiar de posición, se decía conciliador, pero había roto la baraja europea; defendía la paz, pero era el más belicoso; decía que España iba en cabeza, pero regresaba al espíritu derrotista del 98; que era un líder mundial, pero en Latinoamérica le llamaban el recadero y en Europa el peoncillo de América.

Por su servicio le dieron aviones de segunda mano para reparar: otra vez a arreglar los juguetes que el rico de la pandilla tiraba a la basura; otra vez las componendas de los políticos sobre las verdades universales de los pueblos: la metafísica hortera de las anarrosas no podía evolucionar más que a la metafísica del no ser nadie.