Psicoanalista

Llevan a sus hijos a las revisiones dentales o a las vacunaciones periódicas y no dudan en acudir a urgencias si la fiebre es muy alta en una gripe. Pero consultar al psicólogo constituye todavía una vergüenza para la mayoría de los padres. Temen que los síntomas de sus hijos --el miedo, la apatía, los pipís en la cama, la ansiedad, las fobias, los problemas al hablar o el insomnio-- acaben revelando sus posibles errores durante la crianza. Prefieren esperar a que las cosas mejoren por sí solas. Es tarde cuando se dan cuenta de que los desajustes emocionales no se modifican si no se interviene a tiempo. Se sienten entonces culpables y a veces se deprimen, pero aún suelen preferir visitarse ellos mismos para paliar la ansiedad ocasionada por el malestar de sus hijos, antes que solicitar atención profesional para su niño o niña. Saben ya que el tratamiento psicológico no se aplica únicamente a perturbados, reconocen que es una ayuda para cualquier persona, pero recelan sobre la reacción de los vecinos si se enteraran de que llevan al hijo al psicólogo.

Estudios recientes confirman el aumento de las dolencias psíquicas en la infancia y en la adolescencia. El problema ha encendido la alarma en la UE, ante la expansión de los síntomas habituales entre la población de 10 a 15 años. Han surgido además y se multiplican con rapidez, nuevas modalidades de desajuste. Sobresalen entre ellas las conductas violentas o antisociales y la tendencia a desarrollar personalidades propensas a la adicción, creciente cada vez mayor entre los pequeños. La estridencia social de la agresividad juvenil callejera y el coste millonario de las diversas dependencias a sustancias tóxicas han sumergido en un mar de preocupaciones a los gobiernos occidentales. La mancha de aceite se expande y se acentúa más allá de los íntimos trastornos de una cama mojada o una secreta dislexia calificada de pasajera por la propia familia. Al contrario, cundió el revuelo escolar generalizado tras el asesinato de Ronny hace unas semanas y se escribió con mayúsculas en el debe de las instituciones de atención preventiva a la juventud la publicación de los últimos sondeos sobre la expansión de la droga entre los más jóvenes.

En Francia, el Gobierno ha señalado la disminución del tiempo que los padres dedican a sus hijos como principal factor del aumento de los conflictos infantiles y juveniles. La desatención de los seres más queridos por los niños se valora como la razón principal del malestar de éstos. El exceso de trabajo sería la causa última de la desatención parental.

Sin duda, la presión aplicada por la exigencia laboral, más absorbente y estresante hoy que décadas atrás, representa una dura carga en las funciones paterna y materna. Pero no es la falta de tiempo, cajón de sastre de todos los pretextos, el único condicionante para que las cosas vayan mal entre los niños y adolescentes. El silencio entre generaciones; el mutismo que impera entre los miembros de la familia el tiempo pasado en común; la incomunicación, a menudo televisión mediante, y la sordina que se aplica al sonoro reclamo de atención por parte de los niños constituyen un virus tan maligno como la falta de disponibilidad en sí.

Bien mirado, este mutismo familiar, esa falta de palabras entre padres e hijos no es sino el resultante de otros problemas de base de nuestra sociedad. El lento, constante declinar de la función paterna, encargada de adecuar el deseo y la ley entre los más pequeños, desencadena la creciente deserción parental. Falta el tiempo, languidecen las energías, flaquean las seguridades sobre lo que es ser un padre o una madre. La misión institucional en el ámbito de salud mental infanto-juvenil debe abarcar la carga de responsabilidades no asumidas en la familia y desdramatizar a la vez el papel de la psicología clínica infantil. Lo que para el adulto es una remedio o una cura, para el niño debe ser un recurso preventivo natural. Llevar al niño al psicólogo, algo tan digno como la visita al ortodoncista; tan apreciado como los contactos con el tutor escolar.