Hay dos motivos para no estar de acuerdo (yo, desde luego) con la performance de los que viajaron a Atocha caracterizados como personajes de Los santos inocentes con el propósito de mostrar así su indignación por la situación del transporte ferroviario en Extremadura.

Para empezar, porque no se entiende la identificación con estereotipos de una Extremadura pobre, analfabeta, etcétera, que ya no existe. Lo que existe es una Extremadura resignada a todo, hasta el punto de aceptar que el AVE quizá no sea un imposible, como se le dice, pero tampoco, quizá, en fin, una necesidad, como se dice a sí misma. Tanto es así que hasta se conformaría con un tren eléctrico, como yo me conformaba con unos soldaditos de plástico cuando los Reyes Magos olvidaban traerme precisamente el tren eléctrico. Lo que existe es una Extremadura que tiene su propio tópico, como Cataluña la tacañería o Andalucía la guasa, por ejemplo. ¿Es que el tópico de Extremadura es la miseria, los Azarías que se mean las manos, las Régulas secas...? ¿A qué, entonces, caracterizarse de lo que no se es? Extremadura ni siquiera es Puerto Hurraco, como prueba ese de Huesca, en Fago, que se «hartó del alcalde» y lo mató como a un conejo, a escopetazos, solo por eso, porque «se hartó». No, para criticar el ridículo no es preciso decir «redículo».

Pero es que tampoco se entiende (o yo, en fin) el desentendimiento del gobierno regional, como si se tratara de un mal cuya solución no está en él. Tan obligado está a esto como a obtener una financiación autonómica justa, por ejemplo, o, si «non piove, porco governo!», incluso mejores condiciones meteorológicas. Dinero nunca hay, ya se sabe, pero le corresponde sacar dinero de debajo de las piedras o directamente del bolsillo del ministro que corresponda. Desde luego, ofrecer longanizas y botas de vino obliga a pensar que Extremadura es realmente parva, en verdad ‘inocente’.

Se empieza por Los santos inocentes y se termina por Pascual Duarte, un lugar donde aún se escopetean perros y los cerdos se comen a los niños. Para mostrar mayor indignación, en fin, en Atocha faltó un señorito ahorcado. ¡Quiá, milana bonita!