Una mujer cualquiera --o cualquier mujer como yo-- tiene en la cara que refleje el espejo en dónde se mire, milenios de subordinación.

No podría ni sabría ni querría decirlo de otra manera. Milenios de subordinación. Quizá es la explicación más definitiva y más definitoria de la que no haya forma de escapar, aunque sí la obligación de hacerlo, de intentarlo. Quizá todos los horrores antiguos y modernos devengan de esas tres palabras, tres, que leídas atentamente, impliquen el tiempo infinito de sumisión y control... por los hombres. Por los que piensen y actúen como los hombres que así lo hacen. Por los que tienen el poder que tienen los hombres sobre sus subordinados. Durante miles de años.

Para imaginar los porqués de las ojeras violáceas de tantas mujeres, en su parte del mundo y la época correspondiente; para entender el lugar desde dónde existen y la precariedad de sus posibilidades, es decir, de sus sueños soñados; para contemplar también el final del degüello o el estrangulamiento, las amenazas y el callejón oscuro con un cuchillo clavado tras los piadosos consejos de las leyes de protección con su ejército policial anunciándose en los medios constantemente como panacea de un desenlace bueno y posible; para poder aproximarse a todo el desarrollo de una personalidad de mujer desde sus inicios, no hallo consuelo más que en la verdad insolente y devastadora: milenios de subordinación.

Después, ¿cómo podrían ser las cosas de otra manera? ¿o cómo no habrían podido serlo?

Y así sucesivamente.

María Francisca Ruano **

Cáceres