Como militar profesional con el grado de sargento primero, hizo alarde de gran valentía en un acto que protagonizó hace dos años, pero nunca le condecorarán. El suboficial se negó a ser el portador del banderín de su Regimiento de Artillería en la procesión de la Real Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, celebrada en Melilla.

Vivimos tiempos de sumisión del poder político al lobi católico, apostólico y romano, y hace falta mucho valor para negarse a pasear la enseña militar en un acto religioso de tanta tradición en España como es una procesión semanasantera, organizada por una cofradía de nombre kilométrico. No hace falta el campo de batalla para demostrar valentía. La exhibió con creces el sargento, que sabía a lo que se exponía al desobedecer una orden de sus superiores. No le fusilaron, como podía ocurrir en tiempos no muy lejanos, pero sí que estuvo dos días arrestado.

Pero ésta es una historia que acaba bien, de las que levantan la moral, alicaída muchas veces por la prepotencia de los que mandan. El suboficial consideró lesionados sus derechos ciudadanos, presentó una demanda y el caso ha llegado hasta el Supremo. El alto tribunal le ha dado la razón, al considerar que se había vulnerado su derecho a la libertad religiosa y ha condenado al Estado a indemnizarle con 100 euros. Hay que reconocer que están baratos los derechos constitucionales, pero lo que importa no es el huevo, sino el fuero.

El caso merecería ser explicado en las escuelas. La historia del sargento que demandó al Estado en defensa de sus derechos es muy formativa para la infancia. Tanto o más que la clase de Religión.