Una de las cosas que más admiro en los niños es la limpieza de su mirada. Y algo que me entristece, profundamente, es la constatación de que, conforme pasan los años, pierden esa inocencia a una menor edad.

Nuestra sociedad vive empeñada en hacer crecer a los niños demasiado deprisa. Y, quienes creemos que cada etapa de la vida tiene sus peculiaridades, y que todas han de ser vividas en plenitud, sin pausas ni prisas, contemplamos con espanto esa forzada aceleración. Porque está comprobado que, para que un adulto tenga una organización mental y emocional sólida, ha de haber discurrido, antes, por esas etapas intermedias que son la infancia, la adolescencia y la juventud. Cada uno de esos periodos vienen acompañados de vivencias y enseñanzas que nos van completando como seres humanos. Y, aunque es imposible llegar a la adultez con un conocimiento total de la vida, sí es cierto que hay más probabilidades de ser un adulto maduro si, anteriormente, se ha completado el recorrido vital sin tomar ningún atajo.

Pero, tampoco, hay que perder de vista que la vida es un continuo aprendizaje. Y que, por tanto, el aprendizaje no concluye con la llegada a la etapa adulta. Porque, cuando uno escucha, con atención, a los más mayores, se da cuenta de que hay que vivir una vida entera para saber, de verdad, algo de la propia vida. Y digo bien: algo. Porque hay quien, tristemente, llega al final del camino sin haber asido ni una micra de las esencias de la existencia.

La paradoja de nuestra vida es que la claridad en la mirada de un niño solo es comparable a la de un anciano que ha sabido exprimirle toda la sustancia a sus días. Por eso, a veces, pienso en que el recorrido vital es circular, y que el punto de partida coincide, exactamente, con el de llegada. Porque la mirada límpida que tenemos como niños se nos va enmarañando, por mil y una razones, a poco que crecemos, observamos, coexistimos, interaccionamos o subsistimos. Y solo la experiencia de un buen puñado de décadas puede desprendernos de lo superfluo para que acabemos fijándonos, de nuevo, y casi exclusivamente, en lo fundamental.

La pena, como digo, es que a los niños de nuestra época se les ensucia la mirada anticipadamente. Y que, cuando se quieran dar cuenta, serán unos pobre viejitos que no habrán sido capaces de degustar el jugo de la vida, tal y como hicieron sus padres y abuelos.