La trabajadora mira al cliente con ganas de que acabe ya su charla. El señor, ya entrado en años, se repite en su advertencia: "¡Que cuatro ojos ven más que dos!", asegura recurriendo al sabio refranero español para demostrarle así que se fía, pero muy poco, de la profesionalidad de los empleados de la compañía del servicio público en cuestión. Prefiero no entrar en más detalles de la primera visita de la mañana a aquella oficina, por momentos desagradable para quien contemplaba la escena, aunque la situación vuelva a producirse en el siguiente establecimiento: "Que no, que no, que yo no he firmado nada por teléfono" (¿?), asegura la señora en un tono que suena más a despectivo que a la aseveración de alguien que está convencido de lo que dice. Y así, tantas y tantas situaciones de las que seguro usted también habrá sido testigo alguna vez y que evidencian, una vez más, que los malos modales van siempre por detrás de la razón. Claro que en ocasiones estas situaciones pueden ser a la inversa, pero coincidirán conmigo en que el camino que separa a unas de otras es casi imperceptible. Para desconsuelo, han llegado ya las máquinas a entorpecer el trabajo de unos y favorecer la pérdida de tiempo de otros. La escena no podía ser más desesperante esa mañana: el tipo que se enfadaba delante del ordenador porque no sabía resolver el trámite burocrático tuvo que pedir finalmente socorro al funcionario que, solícito, lo arregló en unos minutos. ¿Por qué a veces la llamada administración electrónica se pone en contra del usuario? No comprendo cómo se puede doblar o triplicar el tiempo de un trámite porque parezca que el ordenador mejora el servicio. ¿Cuándo se darán cuenta de que la tecnología no puede estar al servicio de todos los ciudadanos? Y de cuando nos pase cuando seamos jubilados ni les hablo.