Lo terriblemente inútil de las crisis es la escasa repercusión que dejan una vez que el impacto mediático ha desaparecido. Sus enseñanzas pasan pronto a esa parte oscura del pensamiento que todo el mundo se empeña en olvidar; porque lo más lamentable no es la destrucción que dejan a su paso, ni la involución, ni el decaimiento de las estructuras económicas, sino esa deliberada sensación de impunidad, ese pretendido anonimato exculpatorio, esa falta de autoría que hace que sus estragos deban ser asumidos por personas ajenas a quienes en realidad los provocaron.

La paternidad de esta crisis no hay que buscarla únicamente en la desidia interesada de los políticos, ni en los movimientos especulativos de una ingeniería financiera que, en su ansia de enriquecimiento rápido, no supo administrar correctamente los riesgos, ni en los desafueros del mundo inmobiliario, sino también en ese espíritu permisivo que ha terminado formando parte de nuestra manera de ser, en ese prototipo de individuo que ha ido cayendo en todas y cada una de las trampas del consumismo, dominado por la cultura de la lasitud, la ausencia del esfuerzo, del ahorro, de la tenacidad y de la sensatez, un individuo que ha puesto en el triunfo fácil y el enriquecimiento rápido el punto de mira de sus ansiedades.

XSE HA VIVIDOx una etapa ininterrumpida de prolongado desarrollo tecnológico, económico y social, donde no importó endeudarse, ni vivir por encima de las posibilidades, donde existía una tremenda divergencia entre la economía financiera y la real, entre el sueldo de cada uno y su capacidad de endeudamiento, donde se pasó olímpicamente de las normas establecidas por las autoridades monetarias. Por lo que nos hemos convertido en una víctima más de nuestro propio egoísmo, y hemos tenido que aprender a convivir con la incertidumbre y la desconfianza pegadas a nuestra sombra, replanteándonos algunos de los dogmas que creíamos incuestionables como el capitalismo y el del libre mercado, a los que en tiempos de bonanza les estorba el Estado, pero que, cuando la situación se agrava, acuden raudos en busca del paraguas protector del sector público.

Para este tipo de crisis no hay mejor terapia que la preventiva, porque hacerse con el timón una vez iniciada la tormenta es una tarea casi imposible, y lo que comenzó como un tropiezo del sistema financiero derivado de las hipotecas basura, ha terminado contaminando al resto de la economía global, ya que la falta de liquidez generó insolvencia y desconfianza crediticia, lo que ha provocado el colapso de muchas empresas y la merma de la capacidad adquisitiva familiar, llegándose con ello a una alarmante destrucción del empleo y de la producción, que pudiera arrastrarnos inexorablemente hasta las inmediaciones misma de la depresión.

Independientemente de un pretendido solapamiento, la forma de proceder de esta crisis ha pillado a muchos a traición. Se esperaba un ciclo bajista, una etapa contractiva en la que se purgaran algunos excesos expansionistas, pero no una situación de gravedad tan extrema que desbordara todos los diques y que no respondiera ante los tratamientos convencionales, para la que ha sido preciso utilizar la acción conjunta de los organismos internacionales, salvaguardado la estabilidad del sistema financiero, e insuflando oxígeno a los órganos socialmente más expuestos, porque cuando la economía se paraliza ha de ser la inversión pública la que supla la falta de iniciativa privada, aunque eso suponga aumentar el déficit y someter al Estado a un proceso de endeudamiento. Porque lo perentorio ahora es apuntalar el sistema, contener la hemorragia antes de promover una cirugía reparadora, ya que para las reformas estructurales y los cambios de modelos económicos siempre hay tiempo.

El descenso del precio de los carburantes junto al de otros productos ha tenido sobre la economía un efecto balsámico. Gracias a ello, los índices de inflación se han situado en mínimos históricos, posibilitando un recorte significativo de los tipos de intereses. El dinero más barato no sólo sirve para rebajar las cuotas hipotecarias, sino que también proporciona una mayor fluidez a los bancos, alguno de los cuales ya han empezado a soltar el lastre del cúmulo de viviendas desahuciadas, lo hacen de forma lenta, gradual y silenciosa, para no despertar presiones bajistas en el mercado. Han empezado ofreciéndoselas a bajo precio a los empleados y a sus familiares. Lo que ahora procede es que esa liquidez que el Gobierno está inyectando en las correntías financieras no se quede allí embalsada, sino que trascienda a las familias y a las empresas para que la reactivación empiece a dar sus primeros frutos.

A partir de ahora, la economía deberá transitar por caminos distintos, dotarse de una ética y de unos métodos de actuación diferentes, propendiendo a un sistema más regulado, donde sea preciso llevar los pies bien pegados a la tierra, establecer unos principios que ponga el énfasis en la economía productiva, más que en el humo de la especulativa, controlar el caballo de la impaciencia, sabedores de que el edificio construido sobre bases sólidas no está sometido a las constantes vicisitudes de cualquier mal viento.