TDtesde aquí hasta las cuestas de Araya, noche oscura del alma, y además una niebla cerrada como la losa de una mazmorra. Una vez que dimos vista a Túrmulus, o Alconétar, las nubes densas del nieblazo se quedaron como a diez o doce metros sobre el ras del suelo, y el espectáculo se tornó fascinante.

La gran masa de agua del Tajo, plétora con las últimas lluvias, brillaba como el metálico, y grisáceo, pectoral de una coraza. Todos los tonos del gris, y por las orillas los diversos matices del verde, desde el pardo de las retamas al refulgente de las hierbas frescas de invierno.

La cresta del Garrote, con sus tres dólmenes, quedaba oculta por el manto de las nubes de niebla, y en el largo piélago de Guadancil las luces de las fogatas de los madrugadores pescadores de orilla, que acuden, cada domingo, a ese paraje en pos de no sé qué habitantes de las serenas y plácidas aguas.

El primer puesto de Moleón. Moleón es una roca hecha mil trizas que, redondeadas por la erosión de los siglos, cubren un promontorio par del Tajo; más o menos por allá, por donde antaño estaba el llamado Salto o Tranco del Gitano. Al otro lado del cauce del río está el imponente farallón de Los Lucillos, coronado arriba por las ruinas de Fortaleza, en el paraje conocido como El Castillo.

No sé bien por qué me atrae tanto ese pedregal fragoso de Moleón. Bien es cierto que entonces, cuando íbamos a la caza del conejo al salto, vivimos por allí bastantes peripecias; pero como en tantos otros sitios; y sin embargo, ese Moleón tiene algo-no sé.

Luego, en El Coriano, mientras contemplábamos los picos aquellos del norte, la sierra de Las Cortes, más arriba, Cilleros, la Malcata y todo ese mundo tan deshabitado, templamos el frío del día junto a las fogatas que montan estos muchachos nuevos de la sociedad local de cazadores. Un vinito, los viejos amigos, un poco de costilla al amor de las brasas y al punto del mediodía regresamos.

--¿Pero te entró la zorra o no te entró?

--No, pero el domingo que viene-