Escritor

Paseo por el casco antiguo de Cáceres. No hay nada como contemplar el sol de invierno lamiendo las piedras de las iglesias, los palacios, los viejos caserones, los tejados... Es un espectáculo admirable. Acaban de ser las Candelas allá abajo, y San Blas. Hay cigüeñas; algunas recién llegadas, otras de las que ya no se van. Permanece en el ambiente un cierto aroma de celebración ancestral. Se aprecia que los días son ya más largos y que las noches se acortan. La sabiduría popular y la liturgia cristiana se unen a principios de febrero para hablarnos de la luz. Parte del invierno está ya vencido, y de vez en cuando algún ligero aroma llegado de los campos trae un asomo primaveral. Así es esta tierra.

Cuando observo este sol nuestro extremeño, radiante, haciendo resplandecer el viejo conjunto monumental, me siento también invadido por su luz. El cielo azul se hace inmenso; la ciudad casi insignificante, pero muy hermosa en sus torres, sus espadañas, sus adarves... Me introduzco en el laberinto tan familiar que comienza en el Arco de la Estrella y voy a perderme en un vagar sin destino fijo en este placer peculiar de la mañana: umbrías paredes, musgosas murallas, austeros zaguanes, pétreos escudos, algún patio invadido por la luz matinal...

Mis pies me llevan a la popular Cuesta de la Aldana y me dejo casi caer por la pendiente escalonada hasta detenerme en una de mis casas favoritas: la que llaman Casa del Mono, cuyo nombre más heráldico y señorial es el de palacio de los Espadero Pizarro. Es éste uno de los ejemplares más auténticos de la arquitectura bajo-medieval cacereña. Dicen que se construyó posiblemente en la época de los Reyes Católicos. ¡Dios mío, cuánto ha llovido sobre este armonioso tejado!

Actualmente el encantador palacio es la sede de la Biblioteca Zamora-Vicente. Paso al interior y me maravillo contemplando el patio tan original, así como la escalera que arranca de las losas de granito y va a perderse en el piso alto. Hay un pozo solitario, grisáceo de líquenes y humedades. Se percibe esa rara sensación del tiempo detenido. Entonces lamento no haber venido aquí con más frecuencia. Es tan especial este rincón...

Mis ojos recorren una vez más el recoleto patio y buscan casi mecánicamente el pasamanos de la escalera donde, como remate final, está la misteriosa escultura que representa a un simio encadenado. Muchas han sido las interpretaciones que se han querido dar a este elemento decorativo tan extraño. Hay también por ahí algunas leyendas brotadas de la imaginación popular para explicar la secular presencia del mono cargado de cadenas. Unas y otras no son convincentes. Está ahí y basta. ¿Por qué ha de tener un sentido? Es absurdo, sencillamente.

En la soledad y el silencio de este patio me surge a mí una reflexión.

Doy vueltas en mi mente al traído y llevado tema de la guerra. Me refiero, claro está, al inminente ataque de EEUU a Irak. Pienso que es absurdo. Y el diccionario me dice que "absurdo" es lo contrario y opuesto a la razón; lo que no tiene sentido. Y esta guerra, por muy razonable que quieran presentarla, no deja de ser irracional y arbitraria.

No señor, la guerra no convence, es absurda. No deja de ser la chocante y contradictoria manera de actuar del ser más salvaje y brutal de la humanidad; la que le encadena a su ser animal.