Leí hace mucho tiempo un libro de Francisco Pi y Margall ‘Las nacionalidades’, un largo documento de sus teorías y pensamientos políticos, en el que en uno de sus párrafos señalaba: ni por la lengua, ni por los hábitos, ni por el traje, ni por las facciones es posible confundir aquí a un castellano con un catalán, ni a un valenciano con un aragonés, ni a un andaluz con un vasco. Donde falta la diversidad de leyes, queda la de usos y costumbres.

Este párrafo entresacado, del libro referenciado, da idea del hecho de marcar las diferencias, - que está bien- en lo que señala de identidad; pero, choca en pleno siglo XXI que esto constituya elemento de desunión y se pretenda hacer a costa de incumplir todo tipo de normas, y legislación de nuestro país, lo que podría poner en posición a la sociedad civil.

Una frase a la inversa podría ser ¿por qué esas diferencias de las que nadie duda, han de suponer posiciones de dominio o superlativas de unos, respecto a otros? Y más, cuando vas denotando detalles en los que, por ejemplo, se manifiesta separación sí, y doble nacionalidad, y permanecer en la Unión Europea. Se debería aprender del Brexit y de la situación de incertidumbre que vive ese país, donde pretenden renegociar las condiciones de su marcha, con matices de desunión en el debe, pero no en el haber.

Lo que es increíble es el ejercicio de ensimismamiento de un par de denominadas organizaciones políticas, en torno a un diseño histórico que cimenta su razón de ser en la exclusión, como elemento de cualificación. Es tan difícil de entender en un mundo globalizado, en el que las fronteras se resquebrajan porque la expansión de la cultura se agranda, a medida que se ha ido creciendo en el concepto de las redes sociales.

¿Qué es lo quE alarma, en una sociedad democrática? Desde luego choca la reiteración en incumplir todas las normas; incluso, evitar pedir pronunciamientos a órganos colegiados de control de legalidad, para si no dan la razón, conviene no consultar. Reconozco que como ciudadana y jurista es de alucinar tanto improperio, si no fuera porque a veces una piensa que es una especie de monopoly nacional-fundamentalista. Hay demasiado fundamentalismo en esta postura, porque lo aboca a un pensamiento único, que entendía superado en una sociedad democrática. Volviendo a la frase del principio -situada en el contexto de más de un siglo- una no acierta a comprender tanto radicalismo en el hecho de saltarse todas las normas, tanto las que se dieron en el marco del Parlamento Catalán, como el que está prescrito en la Constitución. Aún más, indagando en datos personales -incumpliendo la Ley de Protección de Datos-, a simulación de un Estado totalitario, para atrapar a los miles de votantes, como clientes de este fundamentalismo de pensamiento único.

Y frente a todo ello, la otra ciudadanía, esa gran mayoría, ante ese cambio de las reglas de juego, ¿nos situamos en la ausencia del papel como atónitos ante lo que está pasando?, evidentemente no, y hay mecanismos, que en primera instancia debe emprender el Estado, en su proceso de control de la legalidad vigente, que en democracia no puede ser cambiar las reglas de juego, con el zarpazo del despiste de unos frente a otros; o recurrir nosotros mismos aquellas actuaciones que van directamente a la lesión de nuestros derechos constitucionales. Y esto, muy, especialmente, cuando afectan a hechos consustanciales en relación a datos de nuestra identidad.

¿Y ahora qué? Evidentemente votar significa participar en el ejercicio del fundamentalismo del pensamiento único, aquel que describe la realidad en función de un ancestro, que parece ser le hace merecer categoría de patriota, frente al resto de ciudadanos. Y todo ello, con las reglas del juego del monopoly nacional fundamentalista, en una especie de tourné de consanguineidad, que a estas alturas resulta como mínimo esperpéntico. Ya lo dijo Cicerón: “De hombres es equivocarse; de locos persistir en el error”.