Autor teatral

Morir es algo digno. Si a uno no lo mueren debería de ser el presunto y último suspiro hacia Dios y dioses saben dónde. Como en botica, cada uno elige su paraíso o su infierno; si es indeciso, un purgatorio, como el que está de paso. Morir, morir --en sentido más difunto--, no es una hazaña de nadie, si tenemos en cuenta que no hay salida honrosa, porque siempre pierden los muertos. O sea, que el morir de muerte es tan simple como el vivir de vivos. Hasta aquí, claro, espero. Lo peor son los óbitos de la vida, los fiambres de la existencia en la que nos convertimos: se muere uno de vicio y de pecado, de lujuria y de desamparo. Hay muertes vivas que te espectran el frío del alma, y el rigor mortis te pone una desazón tan tiesa como una mojama. A suponer: muertos de amor, de silencio, de venganza; hasta de obispos se muere uno. Uno de ellos --vivito y coleando-- nos muere con alevosía, cuando dice divino, que la violencia doméstica es fruto de la revolución sexual: conventos embarazados y ama de curas escondiendo las embestidas en sotanas bendecidas. Un pareado, ¡qué le vamos a hacer! También muertos de silencio, cuando y por más que no nos guste, sacamos la mordaza para acallar aquello que nosotros tan gustosamente gritamos. A Julio Meden se le quiere disecar para que su libertad de expresión no pío-píe la que nosotros entonamos. Con razón o sin ella, la palabra que juega al juego debe existir, para no rociarla de dianas macabras. Morir de poder, como Aznar y las máscaras del héroe: como vaca sin cencerro masticando en inglés y tejano el acento de la soberbia, la vanidad de pasar a la historia por haberle puesto el ketchup a la hamburguesa del patán americano. Sin embargo, la muerte más sublime es la de amor. Desde todos los tiempos --salvo Romeo y Julieta, que eran tontos y les faltaba un hervor--, el morir de amor ha sido el velatorio de nuestros días: los románticos morían de amor y sífilis en prostíbulos enfebrecidos. Medea murió a los hijos por el desprecio encoñado de Jasón. Alvarez Cascos agoniza del rencor de una retahíla de mujeres despechadas. Federico murió de un deseo de junco gitano. Ayer, en Alagón es morir de amor , le hizo tragedia extremeña en un cariño de venganza. El sargento enamorado de la soldado que, en vez de llevarle rosas, le llevó sus sesos. Literalmente, le entregó su vida y un recuerdo eterno: la venganza del amor que la pobre muchacha no pudo y no quiso corresponder. El sargento ya es un muerto --murió de amor--, pero ella es y será la viuda de un difunto fantasma a quien Trillo no otorgará una pensión de viudedad. Más muerta ella que él, seguro: el compromiso y la pedida de sangre sí que no la separará de él. Se murió el sargento por amor y de un paso mató una libertad que dijo no. Por lo menos, los pijos de Julieta y Romeo dan el coñazo desde que se encoñaron en Verona. ¡Jesús, qué pesados! Pero a esta mujer sólo le dará la tabarra uno que quiso morir de amor. Y no solo, que eso es lo peor.