THtace casi un cuarto de siglo que un cuartelillo de la provincia almeriense fue escenario de la tortura y muerte de tres chavales de Santander que, no es que estuvieran donde no debían sino que tuvieron la mala suerte de encontrarse con quienes nunca debieron tener responsabilidades de seguridad pública. Han pasado casi 25 años y un ciudadano corriente ha vuelto a encontrar la muerte en un cuartelillo: después de ser tratado con una brutalidad indigna de seres humanos, apaleado con instrumentos prohibidos y rodeado de nueve testigos que guardaron silencio más por un comprensible miedo que por complicidad.

Desde hace varios años, Amnistía Internacional ha recomendado a los gobiernos españoles la instalación de cámaras que graben los interrogatorios policiales con una doble finalidad: proteger a los detenidos de posibles abusos y salvaguardar a las fuerzas de seguridad frente a posibles acusaciones falsas. Sería la mejor manera de prevenir las actuaciones de unos pocos incapacitados para actuar en nombre de la ley. Un estado que pretende eliminar la violencia como método debe ser inflexible cuando un ciudadano entra por su propio pie en comisaría y sale apaleado y muerto.

*Profesor y activista de los derechos humanos