TUtna biblioteca es un paraíso hasta que uno se muda. Entonces, se convierte en un infierno. Esta frase, que bien podríamos firmar muchos, la ha dicho Rodrigo Fresán, autor de algunos de los libros que se desparraman (ese es el verbo exacto) por mis estanterías. Ordenarlos ha sido siempre una tarea inútil. Comprarlos, y mucho más leerlos, un privilegio. Desde Atwood, hasta Zweig, los títulos se han ido distribuyendo según un seguro azar que a veces se me escapa. Algunos están ordenados alfabéticamente, otros, por género, o por el uso al que han ido siendo destinados. Novelas y cuentos deberían estar en lugares diferentes, pero conviven sin problema, igual que rusos e italianos. Cuando era pequeña, soñaba con un lugar así. Una habitación para mí sola (soy la cuarta de cinco hermanos, así que sobran explicaciones) donde todos mis libros me esperaran. Con el tiempo, el sueño se hizo realidad, y luego, pesadilla. He disfrutado mucho al ver cómo se iban llenando los huecos de madera que cubrían hasta el techo las paredes. Leer también es paladear la búsqueda, hojear, charlar con el librero. Cada libro tiene una historia que contar, ajena a la que se desarrolla en sus páginas, pero no un destino. Si una biblioteca es un paraíso, la mudanza es un infierno. Dónde guardar los libros que no caben. En qué trastero estarán seguros. A quién donarlos. Mientras tanto, pasa el tiempo, hojeo, reviso. A veces cae un papel, un resguardo, una hoja seca. Llegará septiembre, y esto no se habrá acabado todavía. Guardar o donar libros supone más que pasar página, es olvidarse de la utopía de lo perenne para reconocerse mortal y caduco.