Raúl Castro celebra el segundo año en la presidencia de Cuba con el cuerpo del activista por los derechos humanos Orlando Zapata en el depósito de cadáveres de un hospital de La Habana. Pocas situaciones pueden resumir mejor la incapacidad del régimen para poner en marcha una transición democrática en la que los disidentes no tengan que escoger entre la cárcel o el silencio.

El régimen cubano ha dejado pasar todas las oportunidades para escuchar a sus críticos y pilotar la reforma del sistema. Todas las muestras de comprensión de la UE, inducidas casi siempre por España, han sido estériles. Las señales enviadas desde Washington por Obama no han corrido mejor suerte. Y la muerte de Zapata a causa de una huelga de hambre de 85 días no ha hecho más que confirmar que el único programa del castrismo es perpetuarse en el poder.

Las excusas de siempre del Gobierno cubano, asediado por las condenas de la comunidad internacional sin distinción de ideologías, son elocuentes de hasta qué punto crece su aislamiento. Seguramente, Castro no se siente obligado a dar explicaciones, pero incluso sus aliados más obsequiosos se las piden porque el catálogo de justificaciones del pasado, del embargo de EEUU a la agresión imperialista, ya no son creíbles.