Nieva igual que lo hacía por estas fechas el año pasado. Los copos que los neoyorquinos reciben con esa indiferencia suya tan snob, convierten los alrededores de la sede de Naciones Unidas en fiesta. Caen levantando sonrisas y los ojos al cielo de las mujeres africanas, caribeñas, que, locuaces, con sus vestidos naranjas, amarillos, verdes limón, sacan los colores de los mandatarios, vestidos de riguroso oscuro. La plaza con la pistola anudada, con la bandera azul recortada sobre el perfil de Queens y el gris acero del East River, se desdibuja, difuminada en blanco.

Se ablanda, se redondean sus aristas, se amortiguan las injusticias agudas, las tragedias que cada día cortan la piel, como hace el frío, el hielo en el viento, que nos abofetea. Con violencia. Cae armoniosa y parece endulzar, en las miradas agradecidas de las mujeres, los recuerdos o aligerar su equipaje, tan pesado como esos fardos que algunas cargan sobre la cabeza, en las espaldas y les impiden moverse y avanzar. Los pasos en su tierra se detienen, exhaustos. Limitados por la humedad o el calor, por los monzones, por los huracanes, por la religión, por los hábitos, por la falta de educación, por la pobreza, por los hombres. Mujeres que amanecen ya curvadas en los campos de arroz, que rastrillan, que siembran, que transportan el agua, que seleccionan la fruta, que ordeñan y conducen el ganado para regresar al caer el sol a sus aldeas y a sus hijos, y a sus cocinas.

Mujeres que no son propietarias de sus tierras, mujeres que no toman decisiones, que no forman parte de los consejos rectores de las cooperativas, que no perciben ayudas a la producción, mujeres sin acceso a los avances, mujeres sin escolarizar, mujeres sin cuentas bancarias, sin prestamos, mujeres con menores sueldos o sin ellos, mujeres con jornadas infinitas, mujeres solas, mujeres sin red. Mujeres que son violadas al volver a casa, que unen un embarazo tras otro, mujeres que son golpeadas si se derrama un litro de leche de sus cantareras, mujeres que antes de comenzar su trabajo deben dejar la casa limpia, la comida y los niños, el marido, los abuelos, preparados y aun así cierran la puerta con sentimiento de culpa, mujeres a las que por casarse se quedan sin su terreno, sin sus ovejas, que debe entregar cada moneda conseguida en el mercado, mujeres agotadas. La nieve amortigua los sonidos, incluso los helicópteros parecen sobrevolar sin ruido, cuidándonos. Pero al traspasar las barreras de seguridad, estalla un revoltijo de lenguas alegres, bailantes, estimulantes, que crecen y se alzan, por ellas y por otras, por las que no tienen voz, creando un lenguaje propio, unido, único, el de las mujeres en el mundo. El silencio protector del invierno nos acoge, estremecido al escuchar la verdad.