Al cumplirse el quinto aniversario del 11-S, no tenemos la certeza de que el mundo sea más seguro, pero nos parece más conflictivo que antes de la catástrofe de las torres gemelas. Aunque Al Qaeda no ha logrado sus objetivos, la recluta de suicidas, la prédica yihadista y algunos atentados especialmente sangrientos (Madrid, Londres, Bombay) exacerban la psicosis de pánico y permiten a EEUU erigirse en gendarme del universo. Por eso Bush proclama una nueva conflagración o cruzada mundial, pero sin enemigo claro ni aliados convencidos de la legitimidad de la causa y, mucho menos, de los medios utilizados en el combate. Los resultados son desalentadores. Bin Laden exhibe su ardor fanático, mientras sus acólitos se inmolan. El triunfalismo de EEUU como superpotencia única, obsesionada por vengar la afrenta espantosa de los aviones suicidas en Nueva York y el Pentágono, produjo el desastre de Irak, el debilitamiento del orden internacional, las reticencias de los aliados europeos y un clima de nueva guerra fría. El unilateralismo, los abusos de Abu Graib o Guantánamo y las restricciones para viajar a EEUU confirman que el empleo de la fuerza prevalece sobre la persuasión y la ejemplaridad. Bush no ha sabido resolver el viejo dilema entre la libertad y la seguridad en un mundo complejo pero más finito que nunca. Tampoco acepta que los derechos humanos no pueden sacrificarse, ni siquiera por la lucha contra unos criminales apocalípticos. La democracia y el progreso hacia la coexistencia son incompatibles con un estado de excepción permanente como el de las prisiones secretas de la CIA o Guantánamo. Europa no pide a EEUU que renuncie a la lucha contra el terror, sino que rectifique su planteamiento. Urge clausurar la flagrante contradicción entre la imagen de Norteamérica como faro de la democracia y los derechos humanos y la realidad tenebrosa de la tortura contra el enemigo, la pena de muerte y el repudio de la ley internacional.