Estaba empapado en sudor. Otra pesadilla nocturna, otra en la que perdía. Treinta noches seguidas, treinta momentos cruciales de su exitosa vida tornados en fracasos en los que acababa siendo despreciado, olvidado, relegado, insultado, abandonado. Inútil. En cada despertar retumbaban risas y llantos estridentes: «no eres suficientemente bueno, nunca ganarás dinero, no puedes hacerlo, retrasas a los demás, raro, raro».

Ya no iba a dormirse de nuevo. Se sentó juntó al ventanal del salón. El trabajo le haría bien, volver a sentirlo todo bajo control le ayudaría. Apuró su taza de café, se duchó, besó a su mujer aún dormida y acarició la cabecita de su pequeño recién llegado. Desde ese momento, los pasos hacia su anterior rutina se articularon solos.

Cuando volvió a casa del trabajo se tiró en el sofá. Estaba tan agotado que temía caer enfermo si no dormía bien. La preocupación constante, la intranquilidad sin precedentes, la inseguridad seguían allí. No había manera de engañarla, de despistarla ni un segundo. Se le había adherido como una lapa.

Ella llegó a media tarde, después del paseo por el parque y al verlo dormir sobre el cheslón, enfundado en su traje y corbata, sonrió.

--Chico, ¿por qué no te vas a la cama?-- le dijo con voz cálida y serena, acariciándole la frente. Él se movió, abrió los ojos sin saber dónde estaba y se levantó sobresaltado, magullando cómo había podido quedarse dormido, maldiciendo el momento en el que se sentó en el sofá y quejándose del tiempo perdido. Ella le agarró y le frenó en seco, le sujetó los hombros con las dos manos y le apretó con firmeza:

--Háblame, tienes que hablar conmigo--. Toda su ira se concentró en los dedos de su mujer, en esa presión que sentía en la carne. Se sabía en el límite. Respiró profundamente y se entregó:

--No sabré hacerlo. Estoy acojonado.

Ella le cogió de la mano y le acercó al carrito.

--Él nos enseñará. Aprenderemos juntos y le querremos por encima de todo.

Pero él sabía que no iba a ser sencillo. Lo que aquel niño había abierto era un abismo nuevo de dudas. Nunca había pensado que pudiera pasarle, esas cosas le ocurrían a otros. Un niño especial, un niño diferente. Aquello no encajaba en sus planes. El mundo en el que siempre había creído obviaba a su hijo. El mundo que había defendido, le olvidaba. Porque en ese mundo nunca había existido esa posibilidad. Sólo había sitio para los mejores, sólo eran válidos los más productivos.

Cogió a su bebé en brazos y al sentir el contacto con su piel notó que se rompía por dentro, que se deshacía en pedazos. ¡Qué mezquinos y miopes le sonaban ahora sus lemas de vida! ¡Qué egoísta y pobre! Estaba llorando. Por primera vez desde que nació el pequeño, estaba llorando. Se tumbó en el sofá y olió su cabecita. ¿Cómo no había pensado nunca antes en aquella posibilidad?

--Lo recompondremos todo juntos, hijo mío-- susurró antes de dormirse. Y aquella noche tuvo un sueño plácido en el que podía volar.