Fue en el 2016 cuando el concepto de posverdad (post-truth) irrumpió con fuerza tan formidable que hasta el Oxford Dictionaries lo encumbró como neologismo del año. En su definición puede leerse que «los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal». En definitiva, se trata de crear los «hechos alternativos» que formuló Kellyanne Conway, asesora de la Casa Blanca, la falsedad organizada que se dirige a quienes están predispuestos a creer la mentira como superación de la realidad y confirmación de sus prejuicios. En la mentira entendida como una defensa subyace la pura negación. En esta posverdad, mecanismo de ataque, se trata de crear una «verdad posfactual», una realidad paralela que acaba imponiéndose a los hechos documentados. La historia está repleta de casos similares, pero ahora, la Administración Trump da un paso al frente. Se trata de un nuevo (y viejo) totalitarismo, que se agranda por la dificultad de encontrar referentes de credibilidad en un periodismo que, o bien se plega a las exigencias económicas, o bien retrocede ante el empuje de unas redes que expanden la falsedad sin límites. Las «burbujas de conocimiento» que definió Obama (el encapsulamiento de la población en sus prejuicios) se encargan del resto, en una dinámica diabólica que solo unos medios de comunicación exigentes pueden revertir si quieren transmitir la antigua lección del periodismo, la verdad sin aditivos.