siempre me han encantado las Navidades. Aunque algunos seres queridos ya partieron, el dolor de su ausencia lo compensa la certeza que tenían ellos de que donde están ahora, sea donde sea, son felices. Ni la edad, ni las ilusiones perdidas, las canas o las arrugas evitan que me emocionen las Fiestas del Niño Dios, la familia, los regalos, la Nochebuena, la Misa del Gallo, los turrones, los Reyes Magos, el árbol, el Belén, el Noche de Paz, el Adeste Fideles, el mensaje del Rey, las uvas, las luces, glamourosas o catetas, los comercios abiertos y la cabalgata. Epoca de ilusión, en un mundo sin ilusión. Días de mantener la inocencia, de escuchar a los niños, de creer en la ternura, de hacer lo que verdaderamente importa: atender a los nuestros, consolar a los tristes, ayudar a los que lo necesitan. Días de apagar la televisión para no constatar que la barbarie humana sigue viva, de creer en el hombre contra todo pronóstico, en el amor a pesar del odio de algunos, en la solidaridad a pesar de la codicia de tantos, en la bondad a pesar de la maldad evidente y en la esperanza a pesar de tanta desesperanza galopante. Y aunque los periódicos se empeñen en catalogar el año 2008 como el peor del siglo --no es un gran récord, el siglo es aún corto-- y en augurar para el 2009 penurias aún mayores, yo me resisto. Porque creo en el hombre. Porque creo en la amistad, el trabajo, la capacidad de reaccionar y la posibilidad de ser feliz. Porque fuera de disputas sobre si es la fiesta de Jesús o la de Papá Noel, si los Reyes Magos son los genuinos portadores de regalos y no Santa Claus, fuera de la consumista paganización de las fiestas, aún importa conmemorar el nacimiento de un Niño que proclamó superada la Ley del Talión, esa que ha llevado a la barbarie de Gaza, y porque creo que la Navidad resiste a las polémicas inútiles. Es, creamos en lo que creamos, un símbolo de que por encima o por debajo de todo, la humanidad tiene sed de amor, de ayuda, de calor y de fe. Así que Felices Fiestas y feliz 2009.