Todos vivimos en el mismo espacio de tiempo, pero está claro que un niño de Senegal no vive en el mismo mundo que un niño de Missouri o de Madrid. Las disparidades derivan hacia las paradojas, como el exceso del agua anhelada, tras la sequía, puede derivar en inundaciones.

Hace ya bastantes años que los grandes gurús de la moda tuvieron que abandonar sus diseños exclusivos y bajar a la arena donde compra el pueblo, es decir, al pret--porter. Las dos mil o cinco mil posibles clientas, capaces de pagar 10.000 dólares por un modelo exclusivo, se iban extinguiendo, o bien, se impuso una ética de la forma que desaconsejaba pagar esas cifras, por si se hacían públicas. Los grandes diseñadores, los famosos modistas --con a por favor, mientras no se escriba ciclisto -- se limitaban a regalar o prestar sus creaciones a las grandes actrices. Ellas tenían vestidos gratis y ellos se aprovechaban de sus perchas para la publicidad.

Pues bien, mientras el mundo económico anda convulso y con el ombligo encogido de miedo, porque no hay profeta que augure lo que va a suceder, vuelve la alta costura por sus fueros de antes, y, en los salones de París o Nueva York, llega una dama adinerada y, tras pedir hora, asiste a un desfile de ropa para la estación, y adquiere prendas por valor de medio millón de dólares, sin que se le mueva una pestaña. No han vuelto las reinas, las princesas, las esposas de los magnates de antes, no, son las mujeres de los nuevos millonarios de China, la India y Rusia.

Esas grandes fortunas ya han comprado castillos, yates y aviones particulares, y les faltaba que la casa Dior o Chanel cosiera en exclusiva para sus legítimas. Todo nuevo rico parece obligado a pasar por los caminos tradicionales que le llevan al grosero exhibicionismo. Y, cuando las ricas de toda la vida compran en los grandes almacenes, las nuevas ricas ponen de moda los salones de los sesenta.

*Periodista