TEtl presidente Bush , que dice actuar por mandato divino, manda construir un muro para que los habitantes de México, ese país del que Aznar absorbió rápidamente el acento, no cruce la frontera. Israel, el pueblo elegido de Dios, limita y restringe la movilidad de los palestinos, con otro muro. España, que dice no ser racista, eleva la alambrada de Ceuta para que los subsaharianos no lleguen a la península.

Los países ricos, hartos de hablar de derechos humanos, de solidaridad, fraternidad y de igualdad y muy religiosos, pasan a la acción y les niegan el agua y el pan a los pobres, practicando un darwinismo social y segregacionista de trazo grueso.

Un muro cobra altura cuando ya ha crecido en la mente de sus mentores. Un muro solo tiene razones de defensa, propiedad, discriminación erradicación de la generosidad y de afirmación de la xenofobia y el odio. No se apoya en el derecho internacional, porque si algo genera es la guerra, pues la paz no salta por encima del muro. Al otro lado de él, solo queda un pobre animal aislado, aterrorizado, prisionero de los instintos. Con frecuencia el muro no hace sino precipitar el cataclismo.

Y es que en ningún dique social es posible aliviar la presión mediante la regulación de una válvula de escape, ni es posible descargar el depósito sin minar el dique. De Troya para acá se ha visto que el muro pone en movimiento una serie de fuerzas que fatalmente terminan de manera desastrosa para los constructores del mismo. Vemos que los intereses de los comerciantes, los pioneros y los aventureros, llegan a trasponerle, pero nadie habla de eso ni de la catástrofe que puede producir la liberación de las fuerzas contenidas.

La inmigración preocupa cada día más, pero debiera preocuparnos más la falta de soluciones adecuadas. Los muros ni las proporcionan ni detienen a los emigrantes, solo sacian la patriotería de sus constructores, incapaces de acciones inteligentes, generosas y equilibradas.

Los muros, como se sabe, son los que son: de vergüenza.

*Licenciado en Filología