Cuando este artículo salga a la calle, estaremos a las puertas del nuevo año 2018. Vienen los reyes cabalgando sobre sus camellos hasta llegar a nosotros el 6 de enero. Pero antes, miles de hogares habrán acaparado toda suerte de regalos para la mágica noche de su llegada.

En las caras de los padres/madres, se reflejará como en espejos la felicidad de sus hijos; esos pequeños locos llenos de regocijo y entusiasmo con sus limpias pupilas encandiladas ante tantos regalos. Esos ojos donde todavía no se han emplazado, empañándolos, la seriedad, el cálculo, la envidia, el egoísmo, la malicia y tantas y tantas cosas como nos acompañan a los adultos en el dificultoso caminar del día tras día.

Los mayores también tendremos nuestros reyes. Todo esto está muy bien. Para cuatro inviernos que estamos aquí, es saludable conservar un destello de entusiasmo.

Pero debe ser por el cambio climático, que hasta los astros están desorientados. Aquella estrella que se posó en el pesebre más pobre, como rechazada por ondas magnéticas, ahora no acierta a posarse donde radica la pobreza. No sabe de techos de tablas ni de cartón. No sabe de cunas de pajas. Sí sabe de luces de colores preparadas para escenas, de mesas aparatosas repletas de comida, candelabros de oro... y en prevención en las mesillas de noche las pastillas del colesterol y las que combaten la acidez de estómago. Y en el Vaticano, en las plazas romanas y en las plazas del mundo y en las calles, la «verdad» se pasea en lujosos cochazos negros con voluntades de caridad.

Yo, por mi parte, calmo mi conciencia comprando un bolígrafo solidario para que otros niños tengan reyes. Con este donativo irrisorio, así nada tengo que reprocharme. Y hasta el año que viene si vivo. Con esto duermo tranquilo.

No es mi intención dar un tinte dramático a estos días, pero siempre que llegan las fechas navideñas tengo la sensación de que nos hallamos en otro mundo, pues lo que celebramos no corresponde con la realidad, dejando en mí, particularmente, un intenso sentido de culpabilidad.

Es evidente que el hombre es protagonista de su propio destino e inseparable a todo cuanto le rodea, y en este siglo en el que se impone la sociedad de consumo, queda atrapado en esa falsa magia atrayente que nos ofrecen los días envueltos en fino papel brillante, unido a la bulliciosa influencia de la colectividad que nos desea placer y felicidad.

Pero, ¿cuándo hemos perdido el norte? El hijo de Dios nació en un portal. Fue recostado en un pesebre. No durmió en cuna de rey con sábanas de seda.

Nació pobre. Tan pobre como los desheredados de la tierra, los que no queremos ver cerrando los ojos. Si la noche de su nacimiento fue fría, las navidades que celebramos por muy ostentosas que las vistamos, son también frías, cada año más alejadas de la fraternidad, negándonos a nosotros mismos el calor que irradia esta virtud.

El 7 de enero los escaparates estarán vacíos, los contenedores llenos. Y volveremos a la rutina. Como siempre, me acostaré prometiendo. Mañana, me levantaré no cumpliendo.