La victoria de Rafael Nadal en la final del Abierto de Estados Unidos es un triunfo de la tenacidad. Más allá de los datos concretos del partido que ganó a Novak Djokovic, más allá del hecho reseñable de que Nadal es el séptimo jugador que consigue ganar los cuatro grandes torneos, de que lo hace con solo 24 años y de que se ha asentado a la cabeza de la clasificación mundial, lo más destacable de la gesta es que es fruto del esfuerzo individual, de la capacidad de sacrificio, de la voluntad para seguir adelante cuando aparecen las derrotas o la fuerza física no responde.

Frente a la propensión cada vez mayor de suponer que es posible lograr la excelencia con una mezcla de suerte, desparpajo y proyección pública, Nadal es un ejemplo del camino justamente contrario, de aquel que prueba que para alcanzar objetivos ambiciosos solo cabe aplicar tres reglas: trabajar, trabajar y trabajar.

El ejemplo de constancia de Nadal es especialmente relevante porque en la alta competición deportiva abundan las estrellas efímeras, los vencedores de un día que caen rápidamente en el olvido, los competidores incapaces de mantener una línea de trabajo continuada. Al mismo tiempo, el empeño del tenista por no darse por satisfecho con haber llegado a la cima pone de manifiesto su fuerza de voluntad.

Ser el mejor en cualquier especialidad es una meta al alcance de pocos. Pero entre estos pocos, en igualdad de condiciones, tienen más posibilidades aquellos dispuestos a esforzarse. Los que seguro que nunca llegan a ella son los que andan en busca de atajos.