XVxivimos bajo el imperio de lo políticamente correcto. Y no me refiero ya a la omnipresencia de ese peculiar lenguaje que personajes de distinto tipo utilizan en su jerga diaria, y olvidarán cuando llegan a casa, sino a la exclusión entre quienes opinan en público de cualquier manifestación que pueda ofender a los más estrictos defensores de las esencias, digamos constitucionales. Porque si el primer aspecto del problema es irritante, y sobran ejemplos que demuestran su atosigante existencia (baste con recordar lo de los vascos y vascas del demonizado Ibarretxe o el todos y todas de sindicalistas diversos), no deja de tratarse de un asunto de menor importancia.

Pero sobre la corrección política en sentido más amplio, es decir, sobre aquella norma no escrita que impide tratar temas contracorriente porque situaría a quien los plantease al borde del sistema de valores supuestamente intocables, quizás se hable menos. Y eso es un síntoma impropio de una democracia sana. Porque, efectivamente, existen temas tabúes, sobre los que resulta difícil, cuando no imposible, hablar claro y decir lo que se piensa. No encontraremos mucha gente que, por ejemplo, mantenga que no se deben modificar las normas penitenciaras ad hominem , como está sucediendo en la actualidad en nuestro país, o que la institución monárquica es, por propia definición, no democrática, o que ya está bien de que determinada confesión religiosa en decadencia se sufrague con los Presupuestos Generales del Estado. Decirlo situaría al que así se expresara en una especie de marginalidad en la que no todo el mundo encontraría acomodo. Y no sólo eso, ya de por sí grave, sino que incluso quien critique en voz alta a este o aquel personajillo llegará a oír de labios amigos palabras de ánimo por su valentía . ¿Consecuencias de una mala educación que causó estragos?

Aún recuerdo, pese a los años transcurridos, los mítines electorales organizados en Extremadura por el renacido Partido Socialista con motivo de las primeras elecciones democráticas. Las primeras elecciones democráticas, por supuesto, tras la sangrienta dictadura, repito, sangrienta dictadura, del general Franco. En esos mítines electorales, en los que un seductor Felipe González cautivaba a las masas, siempre ondeaban varias banderas tricolores. ¡Cualquiera dice hoy que prefiere la república a la monarquía! Madera de hoguera sería. Y no necesito explicar quiénes prenderían las llamas: los de las banderas.

Pero una de las ventajas del paso del tiempo, entre tantos inconvenientes como ello tiene, es que la opinión se hace más libre y se mira incluso con condescendencia a quienes han hecho del sillón mullido a costa del erario público un bien por encima de cualquier otro. Excepto, quizás, del chalecito en urbanización levantada bajo la complaciente mirada, rayana en la prevaricación, de alcaldes o consejeros amigos. Palabra curiosa, por cierto, esa de consejero . ¿De veras existe quien se atreva a dar consejo a alguno de nuestros más conspicuos próceres?

De modo, paciente lector, que habrá que agradecer que existan páginas como éstas, en las que las opiniones heterodoxas tienen cabida. Aunque se sepa que el poder (con minúscula bien minúscula) tiende a dificultar su existencia. No como en los tiempos del invicto , naturalmente, pues a ver quién no es demócrata cuando lo son hasta quienes llevaron durante años el brazo en alto, sino con procedimientos adaptados a los nuevos tiempos. Es decir, apretando, pero sin asfixiar. Y no porque no les gustase.

*Profesor