Y nadie sabe que lo sabe. Pero alguna vez se acabará por empezar a querer o a tener que saberlo. No es éste el asunto de las cincuenta o sesenta señoras o señoritas, al año, que dejan de respirar por asesinato, homicidio, desaparición, arma blanca o fuego en su piso.

Es el otro asunto.

Del que nadie sabe lo que sabe y nadie sabe que lo sabe. Las mujeres ignoradas, menospreciadas, ofendidas, machacadas e insultadas, que viven en la misma escalera, barrio, aldea, pueblo, ciudad. Y nadie sabe hasta qué punto ellas informan de todo eso con sus ojeras violetas, las mejillas del color de la pared, el paso prieto o excesivamente lento, la mirada brumosa y la existencia apagada y aburrida. Vidas de segunda o tercera categoría, al lado de los hombres que entran y salen del mundo que poseen cada jornada como si se subieran o se apearan de un coche brillante, poderoso, magnífico.

Ellos por el centro de las calles.

Ellas por la estrecha acera, y si acaso.

Ellos, propietarios y dueños. Ellas, la propiedad de los dueños.

Nadie sabe que lo sabe pero no lo consigue ignorar del todo. Puede que sospeche, oiga, presienta o también se haya presenciado algo más bien cerca que lejos.

Los jóvenes de 56 países que se han reunido esta semana en España en el Foro Internacional Contra la Violencia de Género, no tienen más remedio que decir basta, y que esa palabra, ese gesto, esa exigencia, sea capaz de detener pronto los miles de trenes cargados de semejantes delitos y faltas.

Y si nadie sabe que sabe lo que sabe, que pregunten al perro o al gato, siempre finos, atentos y circunspectos.

María Francisca Ruano **

Cáceres