Escritor

Para un día como el de hoy, llamado "de reflexión", nada más adecuado que evocar uno de mis últimos paseos por el campo. No es la primera vez que traigo a esta columna mis recorridos solitarios por ese valle perdido entre la Vera y el del Jerte donde suelo airear mis tristezas y mis malos humores y donde, sobre todo, disfruto de la visión interminable de la naturaleza, plena y reluciente a estas alturas del año. Fue ayer por la tarde. Casi a la caída del sol. Antes ya resulta imposible: hace demasiado calor. Por desgracia, hace tiempo que paseo completamente solo. Nana, nuestra mastina, ha sumado a su avanzada edad numerosas molestias de todo tipo que nos hace temer lo peor. El veterinario no es menos pesimista que nosotros. Apenas si puede levantarse para saludarnos cuando llegamos al molino y hasta sus ladridos delatan su mala salud. A mí, que nunca he tenido perro y que siento por los animales más respeto que entusiasmo, me duele, como a todos, esta lamentable situación. Por si acaso, con la esperanza de que Nana, como otras veces, se recupere, ya corre por allí un simpático cachorro (dicen que mezcla de mastín y perro lobo) haciendo de las suyas. Uno desea que pueda ser pronto el respetuoso y fiel compañero de paseos que ha venido siendo su antecesora.

Al verla así, tumbada y como ausente, no puedo por menos que recordar el viaje desde Getafe, donde nació, hasta Plasencia con escala en Toledo. A pesar del rodeo, nos apetecía comer allí. Al llegar, se confirmaron mis peores sospechas. Por mucho que mi cuñado, el genuino dueño del perro, intentara disimularlo, los malos olores y los ruidos extraños que sentía a mis espaldas eran el desagradable resultado del mareo del animalito. Nunca pude imaginar que una cosa tan pequeña pudiera vomitar tanto y tan seguido Si me hubieran preguntado qué parecía aquello habría contestado que un bebedero de patos. Y eso era en Toledo... Aquel coche, de hecho, no volvió a ser el mismo y a los pocos meses, excusa mediante, tuvimos que venderlo. Puede que fuera obsesión, pero seguía oliendo tan mal.

Estos deliciosos recuerdos animaban mi paseo cuando llegué a la charca donde Nana solía refrescarse hasta que se secaba irremisiblemente. En realidad era imposible no acordarse de ella cada poco, pues también a menudo me cruzaba con esos lugareños, afanados ahora en la recolección de las cerezas, a los que solía dedicar, a modo de homenaje, sus potentes ladridos; unos ladridos que siempre fueron para mí (ajeno a los comportamientos de los perros) motivo de preocupación, temeroso de que acabara atacando a alguien, algo que, por fortuna, nunca llegó a suceder.

Lo peor era encontrarse con uno de esos pastores que aún mantienen su pequeño rebaño de cabras. No por el pobre pastor o por sus inofensivas cabras sino por los perros que acompañaban a uno y a otras. Violencia en rigor no había, pero sí entretenimiento asegurado para un rato.

Lo normal, con todo, es que yo ni siquiera notara su presencia, caminando, como íbamos, juntos pero cada uno a lo suyo. Sin embargo, a pesar de su exquisita discreción, sólo rota por el inhabitual encuentro con esos extraños, la echo, ay, de menos.

No acaban de ponerse de acuerdo en casa acerca del nombre del nuevo perrino. Mi hijo no se resigna y le llama Nana. Otros somos de la opinión de que Nana no hay más que una. Por ahora. No sé por cuánto tiempo.