Narcos no ha gustado a las personas que directa o indirectamente estuvieron implicadas en los cárteles de Medellín y Cali, cuyos líderes, cada cual a su manera, condenaron a Colombia a una guerra interna con miles de muertos. No le ha gustado Narcos al hijo de Pablo Escobar, ni al hijo de uno de los dos hermanos que lideraron el cártel de Cali, ni tampoco le ha gustado a Popeye, sicario del primero, hoy jactancioso youtuber que acaba de ser detenido por la policía una vez más. Unos se quejan de que no quedan bien retratados en la serie de Netflix, y otros de que esta no cuenta, según ellos, la verdad.

Más allá de los lamentos de los personajes de carne y hueso (siempre refractarios a la ficción cuando gira en torno a ellos), estamos ante una de las mejores narraciones televisivas de los últimos tiempos, y a la que hemos de agradecer su frenético retrato de la lucha entre dos bandos: el mal (siempre tan poderoso y expansivo) y ese casi inaudito trébol de cuatro hojas que es el bien.

Juan Pablo Escobar Henao, hijo del capo del cártel de Medellín, optó tras la muerte de su padre por la paz. La frase «no conozco a ningún narco jubilado» es suya. Razón no le faltará. Lo triste es que aunque, a título personal, el narcotraficante tenga los días contados, la profesión disfruta de una salud de hierro. Prueba de ello es que décadas después del desmantelamiento de los dos grandes cárteles, ahí prosiguen los narcos, haciendo sus sucios y productivos negocios.

El delegado de la DEA en Colombia Joseph Toft, desencantado de que tras las detenciones todo siguiera igual, definió a este país como una narcodemocracia. No en vano, el propio Ernesto Semper había accedido al cargo de presidente del Gobierno con el apoyo económico del cártel de Cali.

A veces pienso que el mundo entero es una gigantesca narcodemocracia y la única huida posible es correr hacia las balas.