Desde su torre de marfil, el dignatario contempla la extensión de su legado. Ahora muestra a quien quiera escuchar los frutos de su dilatada experiencia, años de iluminación entera. Pero en ocasiones, la actualidad le devuelve un amargo eco procedente de algunos de sus gestos. ¿Por qué se obcecan en deshacer lo que él, con tanto acierto, para los suyos quiso? Si los gobernaba de tal forma que su voz hablaba por ellos, si su tierra era una prolongación de su propia carne, sus impulsos... Aquella tierra de gentes proclives a la indiferencia era su vocación, su sueño. Aún recuerda cuando los suyos atendían todas sus indicaciones, interpretaban sus estados de ánimo y secundaban como un solo hombre sus visiones y proyectos. No había desacuerdo, nadie le aconsejaba, sólo le acompañaban dulces cantos. El tenía una misión: salvar a su tierra del pasado y de sí misma. Y los demás, daba igual si estaban o no equivocados.

Mas su alejamiento del mundo parece ahora mayor que entonces, pues ve, como un padre impotente ante la conducta de su díscolo hijo, cómo el rumbo que sigue su nave no es el que había trazado. Porque esta nave va, y va a pesar de quien la gobierna. Pero fue su empeño, y a su tierra dedicó su vida, lo mejor de sí mismo, aunque ahora se sienta triste y vejado. El tiempo es un juez supremo, el más alto tribunal, y a la hora de sentenciar no tiene en cuenta ni a hombres ni a políticos.

Por eso le duele asomarse a la memoria, pues el papel que la historia asigna a sus regidores a veces es más duro que el propio olvido. ¿Por qué le aterra tanto la profundidad escasa, el menguante alcance de sus designios y los cambios que obró en su tierra y en los suyos ? Nadie le advirtió, absorto como estaba en engrandecerla a su modo, y engrandecerse a sí mismo a través de ella, del mal que ahora conoce como la palma de su mano; la sombría soledad del mandatario, la insoportable inercia de las cosas.