Licenciado en Filología

Casi nadie está seguro de que la Navidad vaya más allá del almíbar y la melaza emocional, de la cuestión comercial y de la solidaridad sedativa, sí estamos seguros de que ésta es una fiesta cuya celebración se vence más del lado de la mesa que de la misa, sin que se estorben. ¿Debe ser así? La cosa ni es nueva ni está clara pero tiene tradición: lo sagrado y lo profano, lo religioso y lo laico, la andorga y el espíritu, desde el misterioso inicio se han mezclado y complementado. En lo más hondo de las tinieblas y en el más chispeante alboroto de las burbujas siempre aparece el chamán que reclama a los dioses protección. A estas alturas, pues, santificar los pavos y bendecir los champanes pertenece al moblaje cultural establecido, a condición de que tal consentimiento no haga saltar el filantropismo ni incomode la conciencia con la voz inquietante, estando como está el mundo, del pesebre.

La mezcolanza de lo divino y lo humano, se antoja hoy hasta modelo rentable; en él caben, con holgura, el patrón conductual de según la política así la religión , --cuius regio eius religio--, que explicaría un liberalismo económico-religioso como el de Gescartera, la presencia de un franciscano en televisión que habla de cuernos, pajas y gallardas, con desparpajos, sin parecido imaginable con el mínimo y dulce Francisco de Asís, o el criterio de ciertos obispos a quienes no vincula la condenación del terrorismo. Navidad es, pues, contradicción, quizá carencia y exceso; un tiempo en que la actuación por la confusión es más fuerte que la seducción por la evidencia. Este arriba y abajo, es un universal de la naturaleza humana alimentado largamente por la cultura occidental que celebra la mesa repleta de pavos, mariscos y turrones pero donde no estorba el balsámico belén, el árbol y las melifluas luces.

Estorbaría, eso sí, el pesebre, y la certeza de que 35.000 niños mueren de hambre al día.