El fútbol, hasta hace muy poco considerado un negocio de futuro, atraviesa en los últimos años una crisis de la que ni siquiera los propios dirigentes y aficionados conocen su alcance real. Agobiado por las deudas y las dudas, el deporte rey camina hacia el holocausto económico sin que nadie --y ahora, con las sociedades anónimas, menos-- pueda poner un remedio eficaz. Las cifras negativas son tan mareantes que difícilmente se pueda invertir la tendencia negativa. Incluso, en los más altos niveles de Primera y Segunda División, el maná de las televisiones, que se apaga por momentos, está muy cerca de cercenar cualquier atisbo de esperanza. Los millonarios saldos negativos acucian, los acreedores acosan y, lo que es peor, los aficionados desertan de los estadios y de las asambleas de accionistas, ahuyentados por la penuria.

En Extremadura, comunidad en la que ya no tenemos élite, tras un año nefasto, el panorama no es menos alentador. Las instituciones se ven ahora casi intimidadas por los clubs, que les piden dinero para subsistir. Pero éstos, a su vez, se ven incapaces de generar ingresos. Los empresarios que han llegado como salvadores ven que el negocio no es tal negocio. El Cacereño --que parecía el más sano -- se ha querido vender; el Mérida y el Badajoz, a punto de desaparecer...