El término casta no lo inventó Pablo Iglesias ni ninguno de sus compañeros de Podemos, pero a ellos se debe su popularización. Antes, lo utilizó gente con postulados ideológicos diametralmente opuestos, como Jiménez Losantos y Beppe Grillo . Pero fueron Iglesias y sus correligionarios quienes, a fuer de repetirlo machaconamente, lo convirtieron en centro de un discurso contra la clase política que abdujo a parte de la sociedad española. No hicieron distingos a la hora de adjudicar la deshonrosa medalla de casta, y se la colgaron a dirigentes de todos los partidos políticos. Despotricaron en tertulias y ruedas de prensa sobre el modo ilegal de financiarse que tenían los partidos, sobre el nepotismo que teñía los cuadros de mando de distintos gobiernos, sobre la corrupción que ensuciaba las siglas de unos y otros, sobre los pactos suscritos en restaurantes y despachos, o sobre la falta de democracia interna de las filas de todas las formaciones. La indignación, en casos concretos, estaba justificada, pero no tuvieron reparos en extender sus juicios a partidos políticos completos y a todos los cuadros dirigentes de las formaciones políticas hegemónicas, cayendo, de ese modo, en el error que siempre conlleva la generalización, porque la podredumbre particular no debe nunca retratarse como putrefacción total. Ahora, que ya están presentes en las instituciones y han tocado poder, corren el riesgo de que la gente que escuchó su discurso contra la casta, les vea sólo como una nueva casta, remozada y desgreñada, pero casta al fin. Porque están demostrando tener vicios similares a los que hace poco criticaban, y eso cuando sólo acaban de aterrizar en ayuntamientos y parlamentos. Quienes los defienden, apuntan a que la suciedad de Podemos es pecata minuta en comparación con la del resto de partidos. La diferencia es que ellos acaban de nacer, y los otros llevan ahí varias décadas. Y lo peor de todo es que, si han empezado así, da miedo pensar como estarán en 20 años.