Un padre asesina a su hijo en Oza-Cesuras (A Coruña). La noticia conmovió la semana pasada a la opinión pública y provocaba un estremecimiento al leerla. Hablamos mucho de la violencia de género pero no de sus daños colaterales y de otro grupo de víctimas: los hijos. Los datos son escalofriantes. En lo que llevamos de año ya han muerto cinco menores a manos de sus padres o de las parejas de sus padres. Un niño asesinado al mes.

En multitud de ocasiones los chiquillos son utilizados como moneda de cambio en los procesos de separación o en el peor de los casos como ‘muñecos de vudú’ en la certeza de que haciéndoles daño a ellos se lo hacen a la pareja. Hay menores que viven los periodos de convivencia con su padre establecidos por el juez como auténticas pesadillas recurrentes. Existe la creencia de que un padre maltratador no tiene por qué ser un mal padre. Es un craso error que muchos jueces cometen. Los indicios de maltrato deberían ser ipso facto una retirada de la custodia.

En el momento de escribir este texto han muerto ya veinticuatro mujeres y lo peor: nueve menores se han quedado huérfanos. ¿Quién se ocupa de esas víctimas de la violencia cotidiana? ¿Qué mecanismos tiene el estado para atenderles? No puedo sino sentir un desgarro interior cuando conozco estas cifras de la vergüenza. Y este machismo incardinado en la sociedad española tiene visos de perpetuarse. A mí los apellidos ‘machista’ y ‘doméstica’ me parecen superfluos, la violencia es simplemente violencia. Ahora las redes sociales amplifican las posibilidades de hacer daño. Muchos hombres se convierten en trolls que se dedican a difamar a sus exparejas. Nunca entenderé donde está la fractura en el proceso educativo que ha provocado esta avalancha de feminicidios. Lo cierto es que nada justifica el asesinato de un menor y menos que sean utilizados en divorcios como un tentetieso al que darle los palos. Tenemos que solucionar este problema solo desde la educación. Refrán: Ni las ideas ni la ciencia, se asimilan con violencia.