No se puede exigir a una mujer maltratada, aterrada y amenazada que, además, tenga el coraje de acudir a una comisaría para denunciar a su posible asesino. Esa mujer somos todos. Su miedo, su dolor, el riesgo que corre su vida nos concierne. Si permanecemos impasibles sabiendo que alguien de nuestro entorno, un familiar, una amiga, o la desconocida y silenciosa vecina, vive amenazada, seremos cómplices.

Treinta mujeres han sido asesinadas en 2010 por hombres con los que compartieron algún momento de su vida. Muy pocas habían denunciado el infierno previo en que se había convertido su existencia hasta el fatídico día en que el maltratador se convirtió en asesino. Pero, en muchas ocasiones, su familia sí lo sabía. O se había desahogado con alguna amiga, o los vecinos habían oído golpes, gritos y amenazas. Pero nadie hizo nada, era como meterse en casa ajena.

Se ha creado un Ministerio de Igualdad, un Observatorio contra la Violencia de Genero, se han hecho múltiples campañas contra la violencia machista, pero el número de mujeres asesinadas no desciende. Hay que cambiar la estrategia. Hay que apelar a la solidaridad de los españoles, a la conciencia ciudadana, para que no consientan este terror.

Igual que, cargados de heroísmo, entran en la vivienda de otro para rescatar al atrapado en un incendio, ha llegado el momento de romper la intimidad ajena cuando está en riesgo la vida de una mujer. Hay que denunciar ante el menor síntoma de maltrato. Los profesionales de la medicina que ven llegar a las golpeadas con lesiones imposibles de justificar por una caída, igual que hacen con los menores, deben avisar a la policía.

Los guardias civiles que ven llegar a una joven asustada pidiendo asesoramiento y que no se atreve a denunciar, que actúen de oficio. Los asistentes sociales, los compañeros de trabajo, los vecinos de escalera, el cura de la parroquia, ya no pueden alegar que no hicieron nada porque era un conflicto privado.

Este es un drama público, social, que tenemos que parar entre todos.