Los sindicatos están vivos. Han vuelto a la escena política con una fuerza que no solo ha de medirse por la incidencia de la huelga --que se ha valorado de distintas maneras, todas ellas interesadas-- sino también, y tal vez sobre todo, por la presencia masiva y entregada de sus militantes en la calle. Que en una España ensimismada, resignada dicen algunos, decenas de miles, si no cientos de miles, de hombres y mujeres hayan dedicado días y días, y más de una noche, a un esfuerzo colectivo de tan dudosa rentabilidad tangible como la movilización del 29 de septiembre es un hecho extraordinario y, reconozcámoslo, sorprendente. Al menos no era previsible hace unas semanas.

La derecha y sus corifeos mediáticos, más obtusos que nunca, están tratando de soslayar ese fenómeno reduciéndolo a un término que utilizan con desprecio: los piquetes. Pero sus analistas más cabales deberían ir más allá. Y comprender que por mucho que se los denueste, la presencia y la actuación de esos piquetes a lo largo y lo ancho de toda la geografía española, hasta en pequeños pueblos, confirma que los sindicatos tienen una capacidad de organización y de movilización que les hace seguir siendo actores importantes de la escena política española. Hoy y también mañana.

Comisiones Obreras y UGT necesitaban que eso quedara claro para todos. Sobre todo porque el Gobierno de Zapatero , imponiéndoles su reforma laboral, había venido a proclamar justamente lo contrario: que los sindicatos ya no contaban. Su error, como el de tantos otros, radica en no haber tenido en cuenta que las bases sindicales también tenían algo que decir al respecto.

Es difícil saber si Ignacio Fernández Toxo y Cándido Méndez sabían hace tres meses que esas bases iban a responder como lo han hecho. Sea como sea, lo han conseguido. Y, más allá de las declaraciones triunfalistas, tienen motivos para estar satisfechos. No les han borrado del mapa. Además, ahora son los buenos de la película. Y todos los demás son malos. O regulares.