XAx estas alturas, ya puedo olvidarme de que me inviten. Muy a mi pesar, pues, no será necesario que acuda a un buen sastre para no desentonar entre tanto terno de corte impecable como se verá en la Almudena, ni que reciba lecciones intensivas de francés para poder saludar a los príncipes de Mónaco. Ni de inglés para alabar en su justa medida el sombrero que a buen seguro lucirá la reina de Inglaterra, siempre tan discreta, o la corbata de su simpático esposo. O el pañuelo asomando por el bolsillo del príncipe Carlos, el pobre, siempre tan triste, que va a heredar la corona cuando esté a sopitas y buen caldo.

No habré de cambiar, pues, mi modesto utilitario por un cochazo de ocho metros para que al llegar al Palacio Real no se pregunten quién será ese desgraciado, ni buscar en el baúl de la familia para mostrarla en el pecho alguna medalla de las que nunca recibimos, ni mis antepasados ni yo, por méritos de guerra. Tampoco habré de hacer de tripas corazón renegando de mis ideales republicanos para no enrojecer de vergüenza en el convite, como supongo que le pasará a más de uno, ni manifestar de forma discreta y como el que no quiere la cosa que qué moderna es la pareja y qué acorde con los tiempos que corren. Qué populares, incluso me atrevería a decir, si el término no estuviese hoy tan desprestigiado. Ni me veré obligado a comprobar in situ si los tacones de ella, como escriben los maldicientes, miden más centímetros de los que las leyes de la gravedad aconsejarían, en aras de que la compenetración entre los enamorados sea más perfecta.

Tampoco habré de ponerme apresuradamente al día en las normas de la liturgia católica romana, que dejé de practicar cuando aún se decían las misas en latín, antes, mucho antes de que la Constitución declarará como aconfesional nuestro Estado. Ni tendré oportunidad de escuchar el florido verbo de un pastor tan acorde con los tiempos como el cardenal-arzobispo de Madrid, monseñor Rouco Valera, encargado de sacralizar un lazo que sólo la muerte podrá deshacer (el Cielo no lo quiera nunca). Ni, Dios mío, podré dejar caer una lágrima transido de emoción cuando suenen los acordes de la sinfonía de Nacho Cano que Gallardón ha regalado a la eximia pareja, y que hasta al mismísimo Mozart haría palidecer de envidia si la oyera. Por cierto, y ya que de asuntos religiosos tratamos, ¿habrá resultado provechoso el cursillo prematrimonial al que hace unos meses anunciaron su asistencia los novios?

La pregunta, innecesario aclararlo, es puramente retórica, pues no se la podré hacer a los conocedores de la respuesta: no me han invitado. Como tampoco podré comentar con fingido desinterés entre el selecto público que acuda al acontecimiento que esta monarquía sí que es democrática, y no las de por ahí fuera. Y que más lo será aún, pues hasta a las mujeres se va a dar oportunidad de encarnarla... A las mujeres de sangre azul, claro.

Aunque, puestos a buscar igualdad, me digo, ¿por qué no podría ser portadora de la Corona cualquier hija de vecino, por roja que fuera su sangre? Pero no, perdón por el despropósito, ya sé que desvarío.

Definitivamente, habré de olvidarme de tantas cosas como había soñado para ese día. Y para que la envidia no me corroa, la frustración no haga mella en mi ánimo, el rencor no me enferme, prometo no leer ni un periódico, ni ver un segundo la televisión, ni oír la radio ni, si ustedes me apuran, asomarme siquiera a la calle desde hoy mismo hasta que pase todo. Ellos no me habrán invitado, pero la cosa no va a quedar así. Por mí, y desde este momento, como si no existiesen. ¡Que no cuenten con mi regalo!

*Profesor