Considerar el piropo una forma de violencia machista, como lo considera la Junta de Andalucía, es denigrante para quien sufre realmente la violencia machista, sea psicológica o física (suelen ir unidas). Y el problema quizás está en que ya se considera violencia machista cualquier gesto, incluso si es amable, cualquier elogio, incluso si es de agradecimiento, o cualquier insinuación, incluso si es franca. Y no. La verdadera violencia machista es el maltrato, que es el que causa daño moral o físico (moral y físico), pero no la procacidad bravucona o el silbido del afásico intelectual o incluso el roce involuntario. (Hablando de roces, y por amenizar la lectura, sería interesante saber qué opina la Junta de aquello de Mae West a Cary Grant: «¿Llevas un revólver en el bolsillo o es que te alegras de verme?».)

Lo cual no significa que uno esté de acuerdo con el piropo, claro, pero por motivos --el mal gusto, la zafiedad, etc.-- que nada tienen que ver con la campaña ‘No seas animal’, en la que aparece el hombre-gallito, por ejemplo, que es el que piropea a voces y desde lejos, o el hombre-cerdo, que es el que piropea ordinarieces. Pero no solo el que piropea. La Junta incluye en su campaña al hombre-búho, por mirón, o al hombre-pulpo, bien se sabe por qué. Se trata de proteger a la mujer denunciando «actitudes que están socialmente aceptadas». ¿Socialmente aceptadas? Nadie niega que esas actitudes existan, pero son actitudes que repugnan a cualquier hombre (y cualquier hombre significa la mayoría de hombres).

Más aún: no pueden considerarse violencia machista. Y bastaría con preguntárselo a quien sufre o ha sufrido esa violencia, que consideraría un agravio la banalización del maltrato. Porque un piropo, por ejemplo, puede desagradar, molestar o incluso ofender, pero la violencia machista no es comparable con la molestia, el desagrado o la ofensa de un piropo. La razón es obvia: incluso el piropo más soez no tiene las mismas consecuencias que la violencia machista, siquiera porque el piropo no deja víctimas. O sí: víctimas del malestar o del asco, pero no víctimas muertas, por decirlo pronto.