Hace unos días tuve que acompañar al hospital a un familiar. Me tocó quedarme en la sala de espera mientras médicos, enfermeras y celadores llevaban a cabo su trabajo; un tiempo que me sirvió para quitarme de encima el enfado provocado por una primera visita a la mutua de trabajo, donde nos dimos de bruces con las puertas cerradas, y nos sorprendimos con unos irrisorios horarios de oficina, cómo si los accidentes laborales sólo se pudieran dar dentro de esos límites.

¡Malditos horarios que todo lo acaparan! Cómo si establecerlos significase más trabajo, más productividad y más implicación; implantados curiosamente en un momento en el que los países del norte de Europa recurren a la jornada de luces apagadas, la salida forzosa de la oficina y la consolidación real de la calidad de vida y la conciliación familiar.

Cuestión de horarios que me lleva al Debate del Estado de la Nación, a la expectación del principio que acabó disipada cuando terminaron los discursos, las réplicas y las contrarréplicas del presidente del Gobierno y del líder de la oposición; y que dieron paso a las bancadas vacías cuando intervenían los representantes de los partidos minoritarios del grupo mixto y los nacionalistas; perdedores siempre de este evento anual, donde sus discursos, propuestas e intervenciones quedarán sólo en las retinas y los odios de algunos pocos si en el resumen informativo van acompañados de tal o cual anécdota; mareo, bajada de azúcar o de tensión incluida.

Y es que si los sueldos estuviesen más en sintonía con la productividad real y menos con los horarios, y mirásemos más a nuestros vecinos del norte, los médicos podrían estar mejor considerados y pagados que los de la privada, y los políticos podrían acabar con el dichoso refrán del dicho y del hecho, aunque algunos de ellos continuasen jugando al Candy Crush sin inmutarse de nada.