La paz no es una mera ausencia de guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas contrarias, ni nace de un dominio despótico. Es el fruto de un orden puesto en la sociedad sedienta de una justicia cada vez más perfecta. La paz no se construye gritando en la calle, y es más difícil que pintar una pancarta, gritar ante el Parlamento. "La paz es un camino", decía Gandhi. En efecto, no es una situación estática, ni siquiera un horizonte utópico, sino un proceso y una manera de ser que supone la confianza recíproca, la armonía de intenciones y la coordinación de actividades humanas que permitían a los hombres y mujeres libres vivir una existencia aceptable. La paz se aprende haciéndola y los fines están en los medios; sólo con métodos pacíficos se consigue la paz.

Para construir la paz son imprescindibles la firme voluntad de respetar a otros hombres y pueblos, su dignidad y un solícito ejercicio de fraternidad. Así la paz resulta un fruto del amor, que se extiende más allá de los límites de la justicia. Para la construcción de la paz es preciso desarraigar las causas de las discordias entre los hombres con las que se fomentan las guerras, principalmente las injusticias. No pocas guerras provienen de las exageradas diferencias económicas y del retraso en poner los remedios. Otras nacen del espíritu de dominio y del desprecio a las personas. La envidia, la discordia, la soberbia y demás pasiones egoístas envuelven al mundo en violencias y reyertas. Es sumamente necesario que para superar estos males, precaverlos y para contener las desatadas violencias, las instituciones internacionales cooperen en coordinación y de un modo mejor y más firme y eficaz.