La fiesta de fin de año me llevó a la cama tarde y con más alcohol del necesario diluido por mi sangre. Dormí mal y casi al amanecer me desperté acuciado por un fuerte dolor de cabeza y una sed terrible; me dirigí a la cocina para beber un vaso de agua y mitigar el dolor con un analgésico. Todo parecía dar vueltas y comprendí --de nuevo el peso de los años-- que ya no tengo edad para beber con exceso ni siquiera en ocasiones señaladas. Al pasar por el salón imaginé medio entre sueños que veía a un anciano de enorme barba blanca vestido con una especie de chándal rojo; estaba sentado en mi sillón, manejando, eso me pareció, el mando a distancia del televisor. ¡El maldito alcohol, me hacía ver alucinaciones! Tras un rato en la cocina me encontré mejor y regresé al dormitorio: como es natural mi alucinación había desaparecido y en el salón no había nadie. Me tranquilicé. No era tan preocupante la situación, no me estaba volviendo loco y con toda seguridad después de unas horas de sueño mi agitado cerebro volvería a la normalidad.

XEN LAx jornada siguiente, ya por la tarde, con el cuerpo descansado y con la cabeza en su sitio, puse la televisión y conecté un canal: el programa que se emitía consistía en un concurso cuyo planteamiento conducía a ganar dinero por decir necedades y groserías. ¡Qué asco!, pensé y en ese momento el televisor se apagó. Con el mando a distancia lo volví a encender y apareció en la pantalla otro canal que mostraba una película indigna, en la que unos descerebrados se dedicaban a matar a infinidad de personas con un evidentísimo derroche de sangre, de disparos y de explosiones, y sin que nadie aclarase la razón de aquella masacre. ¡Qué estupidez!, exclamé y al instante el televisor volvió a apagarse. De nuevo lo conecté y el programa que se ofrecía ahora era un debate, es un decir, mantenido entre un presunto adivino, un divorciado ludópata, un expresidiario y un fraile que luego confesó que no lo era, aunque vestía como tal: el tema de discusión versaba sobre la prostitución en Africa y lo que entre ellos se engendraba era todo menos un debate. No me atreví casi a pensar, pero aquella tropa me causó la misma repugnancia que el olor de las bolsas de basura cuando se pasa cerca de uno de esos horrendos contenedores de plástico que las albergan: inmediatamente el televisor enmudeció. Hice un nuevo intento, y en la pantalla apareció una repetición del programa emitido con motivo de la Nochevieja anterior: un humorista intentaba hacer gracia contando chistes chabacanos, con ademanes populacheros, y utilizando un vocabulario tan pobre que daba realmente vergüenza ajena escucharle. No pude evitar reflexionar sobre cómo era posible que con el dinero de los contribuyentes se pudiese pagar a semejante individuo, un aborto de artista, un hombre zafio y que evidenciaba tan menguado gusto intelectual como escaso nivel profesional... No me dio tiempo a acabar de enfadarme pues el televisor se desconectó de nuevo a la mitad de mi creciente cabreo.

Dejé reposar el mando y apagué el receptor con la esperanza de que más tarde se solucionase aquella situación tan incompresible como crispante. Por la noche hice una nueva tentativa: nada más iluminarse la pantalla, apareció en escena una seudofamosa anunciando a voz en grito que a quien quería de verdad un torero habitual de la prensa del corazón era a ella y no a fulanita, la mujer legal. Hice verdaderos esfuerzos por no reírme, por no establecer ningún juicio de valor acerca de su aspecto y de su discurso. Procuré mantener la mente en blanco, pero desde mi vientre subió un espasmo hacia mis pulmones que al final explotaron en una carcajada inmensa. Inmediatamente el dichoso televisor se vino abajo y dejó a aquel esperpento en negro. Ya no lo intenté más.

He llevado el aparato a un taller de reparaciones: lo han revisado a fondo y me han dicho que no tiene ninguna avería, que funciona perfectamente. Desde entonces está en el salón, casi olvidado, y sólo lo conecto a la hora en que emiten un programa que me gusta, porque tengo miedo de que se me apague con los que me indignan, me resultan repulsivos o me dan risa.

Mi mujer dice que estoy tronado, pero ya he escrito una carta a los Reyes Magos, que son más castizos y más de nuestra tierra que Santa Klaus, a ver si tengo suerte con algunas personas y con casi todos los políticos. Lo interesante va a ser el tipo de mando a distancia que me traigan dentro de unos días y cómo lo voy a utilizar.

*Catedrático de instituto