TSteguir las costumbres de nuestros antepasados puede requerir en ocasiones grandes y baldíos sacrificios. Como el que tienen que hacer cada septiembre en la localidad de Tordesillas. Allí, miles de sensibles y pacíficos ciudadanos se ven en la obligación de participar en un acto bochornoso, sádico, espeluznante y primitivo. Y lo hacen, pobres incomprendidos, por un apego profundo a sus raíces, por respetar los ritos y la cultura que les transmitieron sus ancestros, por conservar, de generación en generación, su folclore y su historia. No hay más remedio, por tanto, que celebrar como cada año el toro de la Vega. Qué tortura: sacar las lanzas, afilarlas para que se hundan con facilidad en la carne y salir, sin ganas, a agujerear el cuerpo de un animal acorralado que, por supuesto, estará encantado de ser el protagonista de un día grande, de una fiesta declarada de Interés Turístico Nacional. Qué más quisieran todos esos siervos del pasado que atender a las razones de los que condenan un acto tan brutal y tan salvaje. Lo que darían ellos por evolucionar un poco y hacer caso a las casi cuarenta mil personas que se manifestaron el sábado pasado en Madrid en contra de este sinsentido, o a las más de trescientas mil firmas pidiendo la prohibición de un sufrimiento inútil. Pero no pueden. Tienen que seguir jaleando cada herida, es obligatorio matar, aplaudir y disfrutar de la barbarie. Hace cuatro días, Elegido, que así se llamaba el suertudo toro de la Vega de este año, murió de una forma atroz. Eso sí, fue en nombre de una tradición. Heredada de los cromañones, supongo.